Chamanismo Gnawa

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Uno de los grupos que practican trance sin posesión más inte­resantes de África del Norte son los gnawas. Pertenecen a una minoría étnica procedente de lo que antiguamente conformó el Gran Imperio del Oeste, que se extendía desde el océano Atlántico hasta el Mar Rojo, y que en la actualidad está dividido en naciones como Guinea, Senegal, Mali, Níger, Chad y Sudán.

En 1591 el sultán de Marrakech, Ahmed Al Mansour (de la dinastía de los saadianitas), invade y conquista Mali. Trae a Marruecos como esclavos unos guerreros sudaneses que han sido capturados en el campo de batalla.

Posteriormente, en un momento decisivo de la guerra, llevada a cabo para conseguir el control de la ciudad de Tombuctú (a orillas del río Ní­ger, en Mali), estos hombres, en un alarde de valor y sacrificio, socorrieron a las tropas de Al Mansour. El sultán, en agradecimiento, no sólo les devolvió la libertad, sino que pasaron a formar parte del ejército que un día los capturara. Se les concedió la manumisión y el privilegio de ser miembros de la guardia negra al servicio personal del sultán. La extraor­dinaria importancia de Al Mansour y sus gestas se extendió también por Europa. (El pico más alto de las montañas centrales de la Península Ibé­rica, en la sierra de Gredos, Ávila, lleva el nombre de Al Mansour, Al­manzor en dialecto romance castellano. Mayordomo de la princesa Subh de Córdoba, murió en el año 1002 después de atacar Barcelona y conquistar Santiago de Compostela donde destruyó y saqueó la catedral, res­petando sólo la tumba del santo.)

Los sucesores de Al Mansour, el sultán Mulay Ismail (de Meknes, 1672-1727) y Mulay Abdellah (de Essaouira, 1757-1790), continuaron manteniendo la guardia gnawa durante doscientos años.

Distribución geográfica

Integrados en la vida del reino de Marruecos, se encuentran también en otras ciudades del Magreb (noroeste de África). Así, en el área de Tú­nez viven pequeñas comunidades en la región de Djerba, en la que se les conoce por estambalis o sudanis. En Argelia están localizados en su ma­yoría en el norte, concretamente en Constantina, y aún se les conoce como usfan (esclavos). También pueden encontrarse, aunque de manera muy diseminada y escasa, en Libia, donde están desapareciendo acaso por razones socioeconómicas e históricas que es difícil evaluar.

Es en Marruecos donde los gnawas se extienden a lo largo y ancho de la nación, configurando tres principales grupos distribuidos geográfica­mente de la manera siguiente:

- Los gnawas del norte, asentados en Tánger, Larache y Tetuán.

- Los gnawas del interior, en Meknes, Fez y Dar el Beiba (Casa­blanca).

- Los gnawas del sur, distribuidos entre las ciudades de Essaouira, Marrakech, Tamsloht y Tafilalet.

Actividades

Los gnawas, comenzaron a formar parte de las tarikas (cofradías) sufies desde el mismo instante en que abrazaron la religión musulmana, apor­tando su riquísimo y variado conocimiento esotérico basado en el trance cinético y otros estados modificados de consciencia, llamados tasawwuf en la terminología sufi.

Se pusieron bajo la advocación de un mismo santo, patrón general de la hermandad, el Vali sidi Bilal, un esclavo negro liberado por el mismí­simo Mahoma, al que Dios bendiga y le otorgue la paz, que luego lle­garía a ser el primer muezzin del islam.

Las zauias, lugares en que se reúnen, son un conjunto de construccio­nes amplias que conforman una mezcla de mezquita, escuela coránica y comunidad de trabajo. Allí se celebran sus ritos, se baila, se reza y se canta a la Divinidad. Estas tradiciones se han ido pasando de padres a hi­jos, generación tras generación, sin apenas cambios, de forma oral y constante a través de los siglos.

Como ocurre en las tarikas sufies cada grupo gnawa se reúne en torno a un maalen o «maestro», líder espiritual de la comunidad y responsable ante la misma de todos los ritos. Es también el encargado de enseñar y hacer respetar la tradición y de que ésta se mantenga en una pureza constante. Realiza funciones de maestro de música y entrena a los neófitos en las distintas formas de ejecución del variadísimo repertorio de la percu­sión gnawa. El guembri, las craqueb y los tambores, gangas y ferradis, son sus instrumentos principales, conservados en la más pura de las tra­diciones tal y como llegaron a Marruecos de la mano de los primeros gnawas.

Instrumentos gnawas

El guembri, dentro del conjunto de útiles musicales, es el más relevan­te ya que no es sólo el encargado de puntear el ritmo sino también de marcar el tiempo. Se fabrica con el tronco de un árbol de 55 cm de largo y 20 cm de ancho, cortado longitudinalmente y vaciado con sumo cuida­do para que no padezca ningún tipo de rotura o grieta. A esta caja de re­sonancia se le añade un mástil de caña grueso de unos 100 cm de longi­tud. La caja de madera se cubre con piel de camello curtida de manera especial para que su sonido sea lo más nítido posible. A este conjunto se le dota de tres cuerdas confeccionadas con tripa de cabra, cada una con una longitud de vibración distinta, lo que hace que esta especie de membráfono se convierta en un instrumento con la extensión musical de una octava. Su poder de vibración y alcance es extraordinario, nos mueve in­ternamente y nos inunda de paz y tranquilidad cuando lo oímos sin otro acompañamiento.

Antes de ejecutar alguna melodía, tradicionalmente hay que añadir en el extremo superior del mástil la sersera, una especie de sistro metálico que resuena al mismo tiempo que vibran las cuerdas del guembri; normalmente van adornados con bolsas de incienso, conchas marinas y abalorios de colores, lo que les dota de una baraka (cualidad muy especial) al vibrar.

Los tambores, tbola, son instrumentos confeccionados con maderas escogidas de granado y piel de cabra. Una vez construidos se les pasa mediante perforaciones en los bordes de los parches una cuerda de espar­to para poder afinarlos. Éste es el proceso más delicado de su construc­ción ya que las pieles han de estar muy bien curadas para que no se des­garren. La afinación se hace momentos antes de ser percusionados ya que las cuerdas para ponerlo s a punto permanecen flojas mientras los tambores están en reposo. El músico se cuelga el tambor en el lado iz­quierdo con una bandolera de cuero curtido, grueso, que va adornada de abalorios y monedas antiguas.

La percusión se ejecuta con dos baquetas diferentes. La sahala, curva­da y hecha de rama de higuera, se maneja con la mano derecha y con ella se golpea en el centro del parche. La tarrash es fina y alargada, se mane­ja con la mano izquierda y con ella se golpea el borde de la piel.

Según la tradición, los tambores se han de percusionar a pares y siempre hay uno grande (de unos 110 cm de alto) que se llama gonga, con el que se ejecuta el acompañamiento. El solo corre a cargo de un tambor más corto (de unos 55 cm de alto) que recibe el nombre de ferradi.

El ritmo profundo y trepidante de los tambores busca conmover inter­namente, movilizando al baile. Son instrumentos para poner a los dan­zantes en contacto con el ritmo universal y natural a través de un sonido penetrante y sutil. Los movimientos se van realizando de manera intui­tiva.

Las craqueb tienen el mismo fundamento que las castañuelas en la música flamenca. Sin embargo, en lugar de tener un solo elemento doble, son varios que resuenan a la vez. El término «cárcavo», según el Diccio­nario de la Real Academia Española, significa «en forma de cuenco».

En su origen, se construían con el tronco del corazón de las palmeras, pero debido a que esta madera debe conservarse y cuidarse se optó por hacerlas de metal. Consiste en ocho elementos convexos a modo de plati­llos de 10 o 12 cm de diámetro, unidos entre sí por una pieza estrecha y alargada de unos 10 cm de largo. Están agujereadas en su centro y en los bordes para poder unirse entre sí mediante tiras de cuero que se introdu­cen por los mencionados orificios y se cuelgan de los dedos de cada mano para percursionarlas y obtener el ritmo y el sonido adecuados.

Las craqueb se utilizan con el guembri haciendo el acompañamiento rítmicamente; pero nunca se utilizan de forma simultánea tambores, cra­queb y guembri.

Tambores y craqueb juntos pueden conseguir la inducción de estados alterados de consciencia de manera casi imperceptible. Se piensa que pueden poner al sujeto en contacto con emociones desagradables o que se viven como amenazadoras produciendo una liberación en forma de sonido y movimiento. Al tratarse de un estado de trance sin posesión, el sujeto puede tomar más consciencia del estado expansivo y de liberación que se va alcanzando.

La preparación de la ceremonia de la derdeba

La derdeba es una ceremonia de curación. También se la conoce como el Rito de los Siete Colores. En ella se combinan música, color, ritmo y oración, lo que convierte la fiesta en un acto excepcional lleno de armo­nía y fuerza, en el que se tiene la oportunidad de vibrar con los colores y la música, penetrando profundamente en la experiencia subjetiva del «ser». A la vez, evoca en muchos casos un mundo simbólico, lo que pue­de permitir estructurar la experiencia con nuevos significados.

Días después de haber participado activamente en la ceremonia de cu­ración, seguirán perdurando el recuerdo y las sensaciones vividas direc­tamente, de primera mano, como testigos directos de nuestra fuerza consciente.

La convocatoria de la lila o noche de derdeba viene precedida por una ceremonia de curación realizada en el hogar, la costa, los bosques, los ríos o lugares donde se hubieran realizado sacrificios de animales de for­ma habitual.

Cada uno de los rituales curativos que se practican es asociado con un color. Son entendidos como actos para aplacar a un espíritu bueno o per­verso, que puede afectar a la persona o al lugar donde habita. Estos espí­ritus, conocidos como jinin (jinum, en plural, o muluk), son considerados fuente de aflicción, desgracia, infertilidad o intolerancia.

Estos actos pueden ser entendidos como «exorcismo s», en la medida en que la enfermedad se considere originada por agentes externos que operan sobre el cuerpo o la mente de un individuo. La salud, como un estado que va más allá de la carencia de enfermedad, está vinculada a los santos del panteón gnawi.

Los colores rituales

De los siete colores ya mencionados, dos son femeninos: el amarillo y el rosa, que quedan bajo la invocación de la Lala Mira. Hay elementos femeninos muy importantes en la ceremonia de cura­ción, pero éstas siempre son dirigidas por los maalen, maestros varones. Las ceremonias previas a la noche de la convocación de la derdeba se realizan de la siguiente manera:

El color blanco está bajo la invocación de sidi Jilali, vinculado con aquellas personas que llevan una vida espiritual muy intensa, siendo puestas a prueba continuamente por los muluk que habitan el color blan­co. Estas personas rezan, dan limosnas, meditan, viven en silencio, con recogimiento, están en una continua actitud positiva, son muminin (cre­yentes sinceros). El rito es convocado por el maalen de la tarika elegido para hacer el trabajo, que se efectúa en el propio domicilio del convocante. Allí acuden los amigos íntimos y familiares para asistir a la cere­monia, todos vestidos con túnicas blancas. Se encienden velas blancas y se prepara un hornillo de barro para quemar incienso del mismo color (Jawi Biad). Un gallo de color blanco podrá ser sacrificado por el mkaden, el hombre encargado de efectuar el sacrificio y que junto con el maestro dará un sentido sagrado a la ceremonia.

Los participantes se sitúan en círculos portando las velas encendidas, en el centro están el maalen y el mkaden; el primero dice para comen­zar: «En el nombre de Alá, el misericordioso y clemente.» Al mismo tiempo, el mkaden sopla tres veces seguidas en la boca del gallo, dos para librarlos de los malos espíritus y una para pedirle permiso para el sacrificio al que va a ser sometido.

Los presentes comienzan a rezar pidiendo por la libertad del convocante de la ceremonia. Inmediatamente y una vez realizado el sacrificio, el que busca remedio pasará tres veces por encima del animal sacrificado para ver­se libre de toda opresión o enfermedad. Acto seguido, todos los presentes se abrazan o saludan y entregan al maalen las túnicas blancas para que las co­loque en la tbeka o fardo de túnicas de diferentes colores que ha ido acumu­lando en anteriores ceremonias. Serán utilizadas en la noche de la derdeba. El color blanco tiene un ritmo y una vibración característicos dados por el guembri.

El color azul marino está bajo la advocación de sidi Musa Al Bahri, o «el marino».

Este ritual lo convoca todo aquel que vive del mar y desea verse propi­ciado por buenas capturas o protegido de los temporales. También por los que viven en las zonas costeras o personas que se piensa que han sido poseídas por un espíritu maligno, que tienen miedo al mar o padecen de hidrofobia.

Como en el rito anterior, se convoca al maalen y al mkaden. Los parti­cipantes se dirigen de madrugada a una playa solitaria y el ritual comien­za en el mismo instante en que aparecen los primeros rayos de sol. Se utiliza incienso azul y un gallo azulado o con pintas o reflejos de ese tono. Las túnicas son del mismo color.

Se sigue la misma secuencia que en el rito anterior en cuanto al sacri­ficio, con la variante de que se ha de colocar el cuchillo con el que se practica el ritual bajo las alas del animal sacrificado, que es pasado por encima del cuerpo del convocante mientras se pide por su curación. Des­pués se deja al animal sobre la arena de la playa y se comienzan las ora­ciones. Una vez acabadas éstas, se le entregan al maalen las túnicas y los participaptes toman baños rituales en el mar. Cuando salen del agua, se quema el incienso haciendo una limpieza general de los presentes y to­dos se alejan del lugar, salvo el maalen que, una vez a solas, envuelve el gallo en un paño azul y lo arroja al mar. Luego, devuelve el cuchillo al mkaden, quien lo pondrá nuevamente en su funda. Este cuchillo sólo po­drá ser utilizado en los rituales que conlleven sacrificio. El maestro guarda las túnicas para unirlas a la tbeka.

A este color se le atribuyen ritmos y cualidades específicas. La persona que hace el ritual con el color azul prepara la noche de la derdeba una taza de barro de color azul con incienso, agua del mar y una caracola marina que, al ser considerada un elemento de protección, el convocante guardará en un lugar solitario de su propia casa una vez acabada la reunión.

El color rojo. Está bajo la invocación de sidi Bacha Hammu y Mua­lin Al Gurna, amos de los lugares de los sacrificios donde corre la san­gre.

Normalmente este trabajo lo convoca quien se asusta al ver sangre, sea humana o animal. Puede haber sufrido un accidente, haberla pisado (aun­que sea de manera fortuita), haberla visto correr en una reyerta o en al­gún acto violento. Este ritual es aconsejado a aquellos que realizan la asistencia a heridos o practican intervenciones quirúrgicas. También está indicado para los que se alimentan de carne cruda o no siguen las pres­cripciones relativas a su consumo.

El lugar preferido para el ritual es un matadero o algún otro lugar don­de se hayan hecho sacrificios de animales para consumo humano.

Se visten túnicas rojas y se lleva incienso y un gallo, también rojos. Si la persona que solicita el trabajo está muy afectada o muy enferma, po­dría necesitar el sacrificio de un animal más grande, como una cabra para una mujer o un cabrito para un hombre.

El día de la ceremonia, el o los convocantes acuden al lugar preesta­blecido en completo silencio, aprovechando las primeras horas de la ma­ñana, Se procura que no haya ningún ser ajeno a la misma. Una vez en el lugar, se procede como en los rituales anteriores. El mkaden coloca el cuchillo de sacrificio bajo las alas del gallo o entre las piernas de la ca­bra o cabrito para que los presentes pasen sobre ellos. En el caso de estos últimos se les despelleja, se quitan las tripas y se arrojan al lugar donde se ha derramado la sangre, junto con las patas y las cabezas. La carne se en­vuelve y se regala a los pobres como baraka. Una vez acabada la cere­monia se entregan las túnicas al maestro.

Durante la noche de la derdeba se cantarán y bailarán melodías de sidi Bacha Hammun para que haga posible la sanación total de las personas y las libere de toda influencia negativa originada por los jinin o malos espí­ritus. Esa noche se limpiarán las personas y el lugar donde se realice la derdeba con incienso rojo.

Aquellos que después de la derdeba desean rezar a sidi Hibrahin pere­grinan a las montañas más altas de Marruecos, donde piden al genio de las alturas que se manifieste en un pájaro de vivos colores verdes y les proteja y llene de prosperidad. Para esta peregrinación se lleva henna, una torta de pan y leche de vaca.

Una vez en el lugar elegido se traza un círculo en el suelo con la leche y la henna disueltas. Luego se coloca en el centro el pan con las velas verdes encendidas. Quienes hacen el trabajo llevan la cabeza cubierta con pañuelos o turbante s verdes, duermen en el lugar señalado y tienen muy en cuenta los sueños, buscando anticipar el futuro.

Una vez acabado el trabajo y de regreso a la ciudad, las túnicas se dan al maalen junto con un incienso especial traído de La Meca, llamado hod al kamar («palo de la luna»). Así finaliza la peregrinación del color verde.

El color verde. Bajo la advocación de Mulay Hibrahin, santo de Ma­rrakech. Es el santo al que se atribuye allanar los caminos, hacer la vida más fácil, propiciar la fertilidad. Se le pide fuerza y vigor para afrontar la vida con optimismo. Los que desean pedir estos dones convocan directa­mente a sus amigos y parientes a una noche de derdeba. Todos han de vestir alguna prenda verde y se verán afectados especialmente cuando el maalen les entregue durante el baile túnicas del mismo color.

El baile, dedicado a sidi Hibrahin, se hace con tortas de pan blanco que llevan en su centro dos velas verdes, símbolos de fuerza y fertilidad.

Durante una hora se baila con estos panes y las velas encendidas, rogan­do al santo Hibrahin que derrame sus dones sobre los presentes. Termi­nadas las danzas, se subastan los panes con las velas, En primer lugar pu­jan aquellos que han bailado por la ofrenda. En este acto se pueden alcanzar cifras exorbitantes, ya que poseer uno de estos panes o una de las velas supone un tiempo de prosperidad y suerte.

El trabajo del color azul celeste se hace en el monte, un día claro y despejado de primavera. Los convocantes deben mantener un estado muy especial de belleza y gracia, de alegría y de mucho amor, en contacto con el sentimiento y la fuerza que proviene del firmamento. El día señalado se visten con túnicas azules y portan velas del mismo color e incienso blanco para quemar en la ceremonia. La celebración es festiva, pretende expandir la bondad interior en un acto de hermandad con los seres que habitan cerca de nosotros. Se hacen comidas en el monte. Se pretende que el acto alcance a todos aquellos que padecen enfermedades y desgra­cias.

Este trabajo tiene una variante para los que se sienten perdidos y muy nerviosos, En tal caso, se sacrifica un gallo que tenga siete colores, se pasa sobre él y se realizan las limpiezas con incienso blanco. La sangre del sacrificio se recoge en una taza del mismo color; iluminándola con una vela el maestro podrá «leer» en los fluidos de la sangre y decidir el tipo de dolencia que padece el afectado. Puede prescribírsele la peregri­nación a sidi Hibrahin, donde llevará a cabo el ritual descrito anterior­mente para los verdes, De regreso a su hogar celebrará una derdeba, vis­tiendo una túnica multicolor y bailando en honor del santo que ha visitado. Al día siguiente se retirará a su casa, donde deberá permanecer tres días en silencio, rodeado de mucha calma y dando gracias a Dios por su sanación.

El trabajo del color marrón se hace para las personas que habitan en los bosques (llamadas hausien), y buscan el poder a través de los anima­les que viven en dichos espacios. Su animal preferido es la serpiente, de la que les interesa su fuerza y su astucia.

Para este trabajo hay que invitar a un guerrab o portador de agua; se ha de disponer de una sábana blanca de algodón o cualquier otra fibra natural y elegir un lugar alejado del paso o las miradas de cualquier per­sona ajena a la ceremonia. Una vez allí el maalen sacará incienso, lim­piará la tbeka y distribuirá túnicas de distintos colores entre los partici­pantes. Luego hará que los asistentes agarren las sábanas blancas por los bordes y que dos de ellos se introduzcan bajo la sábana y se tumben en el suelo, donde entregará a cada uno un huevo de color blanco. Una vez cumplidos estos requisitos comenzarán a bailar al ritmo de las craqueb imitando los movimientos serpenteantes de los reptiles de los que se pre­tende obtener fuerza y astucia, al tiempo que sorben la yema del huevo haciendo un pequeño orificio en la cáscara con los dientes, procurando en todo momento no romperla. Una vez hecho el trabajo, vuelven a su si­tio y otras dos personas ocupan su puesto bajo la sábana. Lo importante en esta ceremonia es imitar en todo momento el ritmo y la fuerza de la serpiente, cuyo poder se pretende.

Después del trabajo se llama al guerrab para que reparta agua entre los participantes y, acto seguido, se convoca al genio de los bosques, llamado Mamario, mientras el maalen reparte la baraka entre todos los presentes.

El santo del color negro es sidi Maimun. Este color representa el es­píritu de los bosques, enigmáticos, mágicos, muy poderosos al tiempo que numerosos. Los principales son mujeres: la primera Lalla Maimuna y la última Marhaban, «bienvenida».

Sidi Maimun es el santo procedente de Sudán protector de la gente de color y el malik, el señor de los negros gnawas.

Para hacer este trabajo hay que convocar una derdeba previamente, que puede realizarse o en una zauia o en el bosque; si es en la primera se preparan hornillos de barro con carbón vegetal encendido y si es en el bosque hay que preparar con antelación hogueras que rodeen el lugar de la ceremonia y construir en el centro una zanja de dos metros de ancho por tres de largo que se rellenará con ascuas encendidas.

Normalmente ese trabajo se hace a las personas que tienen miedo a la oscuridad, han recibido cualquier sobresalto o han sido amenazadas de muerte. El sacrificio es el de un cabrito negro o un gallo del mismo color y las túnicas han de ser de color negro. Si la noche de la derdeba se lleva a cabo al aire libre, se preparará el lecho de fuego para que en el momento adecuado los participantes pasen sobre las ascuas encendidas. Este espacio estará iluminado por las ho­gueras que rodearán el lugar dándole un aspecto lleno de magia y de fuerza.

Si es en un lugar cerrado se utilizarán hornillos encendidos con carbón vegetal, algunos de los cuales se volcarán en el suelo. Es imprescindible disponer de espacio suficiente para bailar encima de las ascuas. El resto de los hornillos servirán para iluminar la estancia.

A la hora del sacrificio, el maalen forma un círculo alrededor de las ascuas, toma a los animales y los pone en el suelo frente a él, haciendo que las personas que estén enfermas pasen tres veces sobre el gallo antes del sacrificio; una vez hecho esto, el mkaden realiza el sacrificio, reco­giendo parte de la sangre en una taza para, una vez acabada la ceremo­nia, «leer» el tipo de enfermedad que afecta a la persona que ha pasado sobre el gallo, al tiempo que limpia la estancia con incienso negro.

Finalizada esta parte del ritual, los presentes se sitúan en círculo y se retiran los sacrificios. El maestro toca una melodía con el guembri (lla­mando tres veces a los espíritus negros de la noche: «Marhaba, Marhaba, Marhaba —bienvenidos— a Maimun») para que los muluk abandonen la estancia llevándose consigo las enfermedades. Los músicos gnawas acompañan con su craqueb los ritmos del guembri mientras que las per­sonas participantes bailan y pasan descalzas sobre el lecho de ascuas, marcando con este gesto su fortaleza y decisión. De esta forma termina­rán al amanecer los ritos en honor de sidi Maimun.

Las túnicas negras son entregadas al maalen para que vayan a engrosar el resto de la tbeka.

El color de todos los colores

Una vez descritos los ritos anteriores, vamos a hablar de uno de los ac­tos gnawas más celosamente guardados y que rara vez ha llegado a ser visto por algún occidental. Me refiero al culto en honor de sidi Heddi Buhala, el patrón de los «locos», esos hombres que conciben el conoci­miento como un camino lleno de dificultades y renuncias, un camino que sólo aquellos que no están en su sano juicio pueden perseguir.

Los seguidores de sidi Heddi Buhala se distinguen por sus ropas mul­ticolores, llenas de parches, remiendos y roturas. Son considerados como santones por la mayoría de la población marroquí, seres solitarios que sólo de tarde en tarde se reúnen en unas de las zauias gnawis situadas en los lugares más alejados y aislados de la nación.

Para llevar a cabo sus ritos han de celebrar primero las fiestas en ho­nor de sidi Heddi Buhala. La convocatoria es secreta y se realiza enviando emisarios desde el lugar donde se ha de celebrar la ceremonia hacia todo el país, señalando a los convocados el día, hora, lugar de reunión y dis­tancia a cubrir (este proceso es muy largo, por eso entre el momento de la convocatoria y el de la reunión pueden pasar de seis meses a un año).

Cada peregrino asistente a la ceremonia partirá de su lugar de origen en solitario, vestido con sus túnicas rotas y llenas de remiendos, y portará consigo un tambor multicolor de pequeño tamaño que en la mayoría de los casos habrá pasado de generación en generación, y que se guarda y cuida con especial cuidado. Durante el camino marchan en silencio y so­ledad, viven de las limosnas que la caridad ajena les reporta y sólo ha­blan lo imprescindible para impartir la fatha (conocimiento).

Cuando llegan a su destino ocupan un lugar en la zauia. Se saludan con gestos, no hablan entre sí y hasta el día de la derdeba sólo rezan y meditan. El maestro convocante de la ceremonia les provee de la comida y demás necesidades básicas.

El día de la convocatoria comienza con un diker al aire libre; toda la co­munidad buhali se pone en círculo con sus tambores multicolores frente a ellos. Este acto puede durar varias horas y mientras se van recitando versícu­los del sagrado Corán. Paulatinamente van entrando en un estado modificado de consciencia de tipo místico. La comunicación con la divinidad es sentida por cada uno de los participantes. El tiempo transcurre de un modo diferente y el sentimiento se hace patente en cada gesto, palabra o movi­miento corporal. El ambiente propicio busca generar armonía y creatividad durante los siguientes diez días que dura toda la reunión buhali.

Una vez acabado el diker se sientan en el mismo lugar, sin romper el círculo. El maalen enciende una enorme narguila (pipa de agua árabe) cargada de saluban (un incienso especialmente preparado para la oca­sión). Encendida la mezcla, el maestro fuma suavemente y la pasa a la persona que tiene junto a él. Así va de mano en mano hasta completar el círculo.

Cuando la narguila llega de nuevo a manos del maestro comienza la gran derdeba. Los participantes hacen sonar sus tamborcillos multicolo­res con una fuerza tal que sus parches vibran de manera que a través de ellos se expande una energía sutil muy poderosa que va invadiendo el ánimo de todos los presentes haciendo que su cuerpo se transforme en energía pura; ya no hay cansancio, ni sueño, sólo el convencimiento que da el saberse «unido al orden universal» a través de la vibración que emi­ten los parches de sus tambores, que no dejan de sonar un solo instante durante los diez días que dura la ceremonia; cuando el que toca el tam­bor se retira para comer o dormir unas horas, lo sustituye otro inmediata­mente; se inhala rape y se fuma de la narguila, se reza y se canta día y noche sin dejar que los tambores callen (no hay craqueb ni guembri).

Al atardecer del décimo día y con un gesto solemne del maalen los tambores callan súbitamente, y se hace el silencio. Es como si todos los se­res que pueblan el universo se hubiesen puesto de acuerdo para callar, como si la nada del principio de los tiempos hiciese acto de presencia; el momento es de una belleza imposible de describir. No se sabe lo que es la profundidad penetrante del espíritu hasta que no se vive una ceremo­nia de este tipo.

Uno no está seguro de si el tiempo ha pasado o se ha quedado suspen­dido en el infinito y el ser humano ha encontrado el poder de la inmorta­lidad. Lo que sí puedo decir es que el corazón apenas late, su sonido se hace inaudible, la sangre se desliza con muchísima lentitud por las venas, cada músculo, cada cabello, cada miembro del cuerpo se hace silencio y así te vas observando como algo irreal, fantasmagórico; un halo de luz violeta lo inunda todo y en ese mismo momento se tiene constancia feha­ciente de que Dios existe y ha hecho acto de presencia entre los partici­pantes a la gran derdeba buhali.

Cuando las primeras sombras de la noche comienzan a devolver a la realidad a los gnawas «cuscús para todos los presentes, se come y se ríe, se baila y se canta; comienza otra fiesta, una alegría profunda se percibe en el ambiente, los rostros están llenos de felicidad y desde ese punto mágico se esparce hacia el infinito la baraka universal de los buhali.

Las primeras luces del alba anuncian la partida de los gnawas de re­greso a sus hogares, en los caminos saldrán a su encuentro hombres y mujeres que les pedirán la baraka, y repartirán sus dones entre otros se­res humanos que, como ellos, creen que la divinidad esta presente en el corazón de todos los hombres.

Ya en casa, esperarán la llamada del maalen para ponerse de nuevo en marcha, pero eso ocurrirá pasados otros cuatro o cincos años con la ayu­da de Dios…

Terapia buhali

A los buhali se les requiere para la curación de las personas con enfer­medades o desarreglos psíquicos; este trabajo se lleva a cabo en un lugar apartado y a salvo de miradas indiscretas, normalmente en un bosque.

Para que la ceremonia dé comienzo, los enfermos son vestidos con tú­nicas buhali (llenas de remiendos y rotos). Para evitar que escapen (nor­malmente desean hacerlo, pues les da miedo verse rodeados de tanta gente, aunque sean familiares y amigos) se les ponen unas cadenas, sujetas al cuello por una argolla ancha de hierro, que se fijan al suelo con es­tacas de madera. Las cadenas son delgadas y largas para que la persona sujeta pueda moverse con soltura. No obstante, si se cree conveniente se pueden atar los pies y las manos con objeto de que el enfermo no se autolesione mientras dura el acto de curación. Además, es importantísimo que bailen y no lo harían si no estuvieran atados.

Antes de dar comienzo al acto se prepara un cuscús para ofrenda a los espíritus, la comida se cocina con sémola gruesa de trigo y verduras; en vez de carne se le añaden callos de cordero. La verdura será la siguiente: siete tomates, igual número de cebollas, zanahorias, nabos, pimientos verdes alargados y siete trozos de calabaza.

La ceremonia da comienzo poniéndole al enfermo sobre la cabeza una fuente de barro con el cuscús recién hecho. Se le ayuda a bailar en todo momento, animados por las carcabas de los gnawas que convocan a un espíritu llamado Briando, para que aleje del enfermo la locura. Se le quita la fuente de comida que llevaba sobre la cabeza y se le deja que baile y se agite todo lo posible. Normalmente, cuando estos enfermos entran en trance, gritan con todas sus fuerzas, babean, lloran y se convulsionan ar­queando al mismo tiempo su cuerpo. Todo su afán es desprenderse de las cadenas, tarea para la que parecen dotados de una fuerza física inusitada. En ocasiones el sujeto im-paciente logra romperlas cuando se encuentra en estado de trance.

Este baile puede durar toda la noche y sólo cuando el enfermo no se agita y permanece inmóvil en el suelo lo cubren durante un tiempo con mantas de lana para que no se enfríe. Pasados unos quince minutos lo de­satan y lo bañan con agua templada; le quitan las túnicas buhali (que le son entregadas al maalen para que engrosen la tbeka), lo asean a con­ciencia y le ponen ropas limpias y nuevas. Acto seguido, el enfermo es conducido a la reunión para que tome parte de la cena de hermandad que consistirá, además del cuscús cocinado con higos secos y leven, en leche agria (especie de kesil que se prepara en Marruecos). Todos estos ali­mentos se toman dando gracias a sidi Mulay Abslam, el sheik que rige la ceremonia.

La persona que ha sido sometida a este rito permanece en un estado de relajación y tranquilidad durante largos períodos de tiempo, y normal­mente se integrará a la vida familiar y social, lográndose, después de re­petir la ceremonia una o dos veces al año, si no su curación total sí una recuperación de su dolencia. A todo esto hay que añadir los cuidados y el amor puestos al servicio del enfermo que podrían hacer de su curación un hecho cierto con el tiempo. Esta última ceremonia se practica con poca frecuencia en la actualidad.

Trabajos rituales de las mujeres

Un aspecto escasamente conocido del mundo de los gnawas es el tra­bajo terapéutico de las mujeres. Hay tres ritos distintos: bnatch, arbia y aixa.

Bnatch: Esta ceremonia se hace con las jóvenes que no son capaces de hacerse adultas mentalmente, que están ancladas en la niñez y sólo se ocupan de sí mismas o se olvidan de que viven en comunidad y no pres­tan atención a nada ni a nadie. A esta ceremonia sólo acuden mujeres.

Se preparan unas bandejas grandes con caramelos de distintos sabores. Aparte, se prepara harina de trigo tostada que se amasa con aceite, mata­lahúva y azúcar, confeccionando una masa compacta, el sfuf, que se vier­te en vasos de cristal de colores. La noche de la ceremonia se tiene pre­parada una gallina amarilla, y en una bandeja se disponen los caramelos y los vasos multicolores rellenos de sfuf.

Una vez reunidas todas las invitadas, se colocan en círculo. Se sitúa a la persona con la que se va a trabajar en el centro del grupo y se colocan ante ella la bandeja con los caramelos y la gallina de color amarillo; lue­go, todas las presentes comienzan a rezar mientras que la enferma deja en libertad a la gallina y reparte las golosinas entre las asistentes. Inme­diatamente después de la distribución se sientan en el suelo y la «pacien­te» comienza a cantar como una niña de pocos años, ríe y llora, adoptan­do el comportamiento de una chiquilla. Mientras, la encargada de dirigir la ceremonia quema un incienso llamado mesca para que la enfermedad abandone a la mujer afectada.

Rezan, cantan y tocan palmas durante toda la noche. De vez en cuando un tzagarit (grito agudo que dan las mujeres magrebíes abriendo la boca y moviendo la lengua a gran velocidad) llena la estancia anunciando que la ceremonia es un éxito con la ayuda de Dios. Con el amanecer acaba el ritual, no sin antes dar gracias la lalla Malika, la santona de las bnatch, la hija de los reyes, a la lalla Fátima Zohora, la hija del Navi (el santo), lalla Amira, lalla Hana, lalla Anicha y lalla Arquia, para que traigan suerte y prosperidad a todas las presentes.

Arbia: Este rito se hace sólo en las zonas rurales. Es una ofrenda para resguardar a las mujeres campesinas de las enfermedades, un rito lleno de connotaciones lúdicas alusivas a la fertilidad, la vida y la prosperidad. Du­rante días todas las mujeres de la comunidad asumen la responsabilidad de preparar la ceremonia y se organizan en grupos. Unas se encargan de preparar pastelillos con frutos secos, como nueces, avellanas y almendras, todos ellos mezclados con caramelo, y otras preparan pan dulce de trigo. Las demás se encargan de preparar cuscús y sémola con trigo delgado.

El incienso es el saluban, el mismo que utilizan los buhali para su ce­remonia.

En esta ocasión se busca una gallina amarilla para ser liberada la no­che de la ceremonia; antes de soltada en el monte, la marcan con una cinta de color para que quien la encuentre no la sacrifique.

El día de la ceremonia todas las mujeres colocan en bandejas los ali­mentos preparados para la ocasión y se reúnen en casa de la señora de más edad de la comunidad, que será quien las dirigirá en procesión al lu­gar preestablecido para el acto. Un lugar alejado de la aldea, un claro de un bosque o en el monte.

Mujeres de todas las edades marchan cantando, rezando y soltando za­garit continuamente en honor de su comunidad, hasta llegar al lugar de la celebración donde se sientan en círculo. Con los manjares en el centro, rezan, cantan y bailan. Comen con moderación todos los alimentos preparados, ríen y piden a las diosas que las protejan y resguarden de las En­fermedades y que la kabila (aldea) sea prospera y feliz.

Esta ceremonia se hace actualmente de tarde en tarde y es uno de los ritos exclusivamente femeninos más bellos de los que se tiene referencia.

Aixa: El espíritu femenino que gusta mecer a los niños en sus cunas, que habita las zarzas, junto a los ríos y arroyos y en los valles, viste de negro con pintas o lunares multicolores.

Aixa es Gnawia, vino del Sudán con los primeros esclavos, y a ella se encomiendan hombres y mujeres con problemas de cualquier índole. Las personas aquejadas han de dirigirse a las orillas de un río o a las profun­didades de los valles para hacer su ofrenda, que consistirá en incienso negro y una gallina de plumaje del mismo color.

Una vez elegido el lugar donde se ha de hacer la ofrenda, las partici­pantes se dirigen allí para sacrificar la gallina y contratan a un mkaden que viva próximo al lugar donde se ha de hacer la ceremonia para que se encargue de realizar el sacrificio. Van vestidas con túnicas negras con pintas o lunares de otras tonalidades.

A la vuelta de la peregrinación se convoca una derdeba y se entregan las túnicas negras al maalen para que engrosen el resto de la tbeka.

La derdeba

Nada del trabajo descrito con anterioridad llegaría a buen fin si no cul­minara con las tres noches preceptivas de derdeba, la ceremonia cósmica por excelencia. Tres días en los que el ritmo, la oración, la cadencia de la música de percusión y la fuerza de los bailes de trance hacen que los participantes se sientan trasladados a otras dimensiones más allá de la reali­dad cotidiana. Una parte íntima del ser se manifiesta tal como es, sin cortapisas, libre y con la fuerza interna necesaria para conocer una parte de sí mismo que nunca se atrevió ni siquiera a intentar vislumbrar.

La derdeba se convoca en la zauia gnawa o en algún recinto lo sufi­cientemente amplio como para dar cabida a todos los participantes. Esta ceremonia reúne, entre hermandades gnawas e invitados, a un grupo que a veces suele pasar de las ciento cincuenta personas.

La mañana del jueves en que van a dar comienzo los cuatro días de derdeba con sus respectivas noches, los músicos gnawas se reúnen en casa del maalen para hacerse cargo de los instrumentos y afinados. Los tambores, ferradis y gongas se ponen a punto, se eligen las craqueb y se repasan las sujeciones de cuero de las mismas.

El maestro, prepara el gembri y lo coloca en su funda con muchísimo cuidado, repasa la tbeka, ojea la caja con los inciensos que se van a que­mar durante los días y las noches que va durar la ceremonia. Acto segui­do distribuye las ropas preparadas para el acto que consistirán en panta­lones (saraueles) de color blanco; túnicas (kandoras) del mismo color; una especie de correas de militar (hamala) bordadas con abalorios y ca­racolas marinas; la shkara marrakshia, bolsa de piel que puede estar adornada o no y, por último, la xuxa, el tocado gnawa, un gorro de lana adornado en su parte frontal con conchas marinas, como la hamala, y con largas tiras de gruesa lana negra prensada que debe caer sobre los hombros.

Todos estos preparativos, están llenos de gran simbolismo y no se hace ningún movimiento innecesario. Apenas se habla y reina un gran silen­cio, sólo interrumpido por los murmullos de las personas que se van reu­niendo en el exterior de la vivienda y que conforme van transcurriendo los minutos van aumentando en intensidad.

Dentro, los gnawas ponen a punto los últimos detalles; los encargados de portar los estandartes y las banderas ya están dispuestos ante la puerta de salida y tras ellos se sitúan los portadores de la craqueb; inmediata­mente después los percusionistas con sus grandes tambores decorados y finalmente los gnawas más jóvenes portando cestas de dátiles y recipien­tes de barro con leche. Esperan que les avisen del exterior, y que el mka­den encargado de los sacrificios haga acto de presencia acompañado con los gnawas que han partido muy de mañana para hacerse cargo de la re­ses que se van a sacrificar para la comida de todos esos días.

En el exterior todo está en orden. Cubren a los animales con grandes mantos de color verde y los sitúan frente a la entrada de la casa desde donde va a partir la marcha para ir hacia las zauias a celebrar la derdeba. También los invitados van situándose tras las reses del sacrificio, habili­tando un pasillo por el que se abrirán paso los gnawas para situarse a la cabeza de la procesión.

Dentro de la casa, el maalen, antes de dar la señal para que abran la puerta y dar comienzo a la marcha, se dirige a sus gnawas y dice: Bismi­llah Al-Rahman Al-Rahin «en el nombre de Alá, el misericordioso, el clemente»). En ese instante un tzagarit rasga la mañana. La sahala golpea al gonga y los ferradis responden con fuerza mientras los estandartes y banderas se alzan hacia el cielo. Las craqueb se unen al ritmo trepidante y con los gritos de los tzagarit se mezcla el estruendo de los tambores, la hedia (la ofrenda) ha dado comienzo.

Es el primer día de la gran fiesta. Las calles se llenan de alegría, las gentes corren excitadas al encuentro de la marcha, quieren ver pasar a los gnawi y les conminan mediante gritos que paren la marcha durante unos minutos. Desean oírlos, sentir unos instantes la vibración de los instru­mentos. Los músicos paran, forman un círculo e invitan a los maalen presentes de otras tarikas a que se unan a ellos. Entonces, un anciano se abre paso entre la multitud, pide permiso a los gnawas y se sitúa en el centro del círculo. Uno de los músicos le ha dejado su craqueb en señal de respe­to y el invitado comienza a bailar y a tocar dirigiendo al grupo actuante. El ruido es ensordecedor, las mujeres gritan sus tzagarit incansablemente.

Los rostros adquieren una especial expresividad, están contenidos pero excitados, felices; es difícil contener la emoción y las lágrimas se desli­zan silenciosas por los rostros curtidos de los hombres. Los niños callan y observan temerosos, no cabe duda de que el momento está fuera de lo común. Todo se va grabando en los presentes, cada gesto, cada actitud. En poco tiempo, el recorrido por las calles de la ciudad se ha convertido en un espacio mágico.

En las zauias, los enfermos que han convocado la ceremonia aguardan con el resto de los invitados y la comunidad gnawa la llegada de la proce­sión. La sala donde se va a celebrar la ceremonia está reluciente, inmacula­da, con alfombras y cojines para que se sienten el maestro y los músicos.

En el patio de la zauia hay un recinto en cuyo interior de mosaico relu­ciente se va a llevar a cabo al día siguiente la dbeha o sacrificio. Los ani­males a su llegada ocuparán un lugar en los establos donde estarán aten­didos de manera sumamente meticulosa.

Por fin, la procesión hace acto de presencia. Tanto los músicos como el resto de las gentes que les acompañan pasan al interior de la zauia y se dirigen al patio central donde, a un gesto del maalen, se para la música y los animales son despojados de sus mantos y acomodados en las cuadras.

Más tarde, los asistentes pasan al salón de ceremonia y se comienza, una vez puestos en círculo, el acto de rezar el diker después de situar a los enfermos en el centro de la estancia. Esta ceremonia durará unas ho­ras hasta el momento en que dé comienzo la primera comida. Las muje­res sacan cuscús, frutas, dulces y té. Todos comparten la primera comida de hermandad, ríen y tocan palmas. Se cuentan historias de los primeros gnawas, se habla de la eficacia de las curaciones y se da gracias a Dios por la ocasión de ese día. Con estos actos finaliza la hedia del jueves o día de la ofrenda, primera jornada de la gran fiesta.

La mañana del viernes, los músicos gnawas sólo van vestidos con las kandoras, los saraueles y alguna que otra protección de abalorios cruzada en bandolera sobre el pecho; llevan su instrumento y se dirigen a la parte donde van a tener lugar los sacrificios. Es el día de la dbeha y la henna.

Antes de dar comienzo al sacrificio de los animales, el mkaden hará que los gnawas impartan una fatha o baraka; luego hará que transporten a su presencia a los animales y, auxiliado por sus ayudantes, los tumbará sobre el suelo, les sujetará las patas, pedirá permiso y, en el nombre de la divinidad, entre rezos y ofrendas, serán sacrificados. Los músicos harán sonar sus instrumentos y los tzagarit se oirán de nuevo con más fuerza poniendo una nota de excitación en el ambiente.

En el momento en que finalizan los sacrificios da comienzo el deso­llado y troceado de las ofrendas para que las cocineras se hagan cargo de la carne.

En otro lugar de la zauia las mujeres tienen preparada la henna para las encargadas de colorear las manos o los pies de aquéllos que lo de­seen. Comenzarán a pintar motivos alegórico s o diseños primorosos rela­cionados con las personas que se hacen dichos dibujos sobre el dorso de las manos o en la planta de los pies; así participarán de la baraka en la noche de la derdeba.

Desde el punto de vista musulmán, la baraka indica a una fuerza que procura felicidad, que protege de todo mal al que la recibe, le llena de inspiración y le fecunda de gracia divina haciendo que su vida esté plena de toda clase de éxitos, También es la conexión con un estado de gracia con el que se ven favorecidos los santos o los maestros espirituales: es una bendición transmitida a través de los ritos de iniciación, el estado ne­cesario para saberse tocado por el dedo del destino. Ése es el objetivo del ritual, por ello es fácil comprender que, después de realizada la ofrenda de los sacrificios, se dedique el resto del día para trabajar con la henna.

De esta manera transcurre el día, cerrándose otra jornada de preámbu­lo a la derdeba, que dará comienzo al atardecer del día siguiente, sábado de la lila, «noche». Por eso los gnawas reciben el apelativo de «los hijos de la noche».

La mañana del sábado es aprovechada para hacer los últimos prepara­tivos. Durante los días precedentes tanto enfermos como gnawas invita­dos han estado haciendo limpieza mediante baños corporales y quema de incienso. No se han tenido relaciones sexuales entendiendo que así se llega limpio de cuerpo y espíritu. De esta manera se propicia un estado muy especial, sutil y receptivo que tiene por objeto aprovechar mejor las horas siguientes, cuando los trabajos se hagan más poderosos y alcancen todo su esplendor.

Al caer la primera sombra de la noche, todos están reunidos en la zauia en el salón principal; músicos, invitados, enfermos y gnawas, todos se encuentran situados en círculo, preparados para recibir la fatha que correrá a cargo del maalen. Los participantes adelantarán los brazos y abrirán las manos cuyas palmas, situadas hacia arriba juntas y abiertas, se disponen a recibir la gracia. A cada petición del maestro los partici­pantes responderán amin, equivalente al amén occidental. Así se conti­nuará hasta dar por terminada la ceremonia de la baraka.

Acto seguido todos toman asiento. El maestro comienza a rasgar el guembri comenzando los primeros compases del ritual. El resto de los músicos acompañan con sus craqueb, mientras van saliendo uno a uno a bailar, recordando las antiguas danzas de los esclavos. Tanto las letras de las canciones como la música hacen referencia a la historia de los prime­ros esclavos gnawas, a su vida, tanto en esclavitud como en libertad; evocan escenas de caza recolección o cualquier otro acontecimiento relacio­nado con su vida. Esta parte del ritual se denomina ouled bambara, los hijos de bambara. Todas las letras de estas canciones son cantadas en el idioma original: bambara, songhay, sokole, hausa y fulbe, palabras miste­riosas y enigmáticas pertenecientes al acervo cultural gnawa que han ido pasando de padres a hijos, generación tras generación, en el idioma ori­ginal que se hablaba hace más de cuatrocientos años.

Así van transcurriendo las primeras horas de la lila del sábado y de esta manera llegamos a la hora de la cena donde las haddamat, «sirvien­tas de la noche», asistidas por las bnats al gnawa, «las hijas de los gna­was», hacen su entrada portando humeantes fuentes de cuscús hecho de carne y vegetales, bandejas con caramelos, dátiles, leche, pastelillo s de miel, de almendra y té dulce. El ambiente se relaja llenándose de risas, saludos, palabras de ánimo que hacen del momento una escena de santi­ficación y convivencia llena de calor humano.

Una vez acabada la cena los músicos comienzan a hacer sonar sus ins­trumentos: las craqueb suenan rítmicamente mientras alguien pone ante ellos un hornillo de barro encendido; dos gnawas portan la tbeka y la si­túan delante del grupo. El maalen se pone en pie y dirigiéndose al horni­llo derrama incienso; cuando el humo oloroso comienza a ascender reza, levanta la tbeka y la pasa sobre el hornillo para situada al frente. Luego la vuelve a levantar y pasándola de nuevo sobre el hornillo la sitúa a la derecha para, una vez más, volveda a elevar y colocada a su izquierda. Hecho esto, la sitúa frente a él y abre el paño que contiene todas las túni­cas que ha ido guardando y limpiando para las noches de la derdeba. Ro­pajes blancos, rojos, negros, amarillos, marrones, naranjas, verdes junto con incienso de diferentes tonos y olores son colocados ante la tbeka para ser quemados en honor a los diferentes santos y espíritus de la noche.

Acto seguido se comienza con la ofrenda de los dátiles y la leche que irán pasando, portados por los gnawas, a cada uno de los presentes. In­mediatamente después se pasan los instrumentos musicales por encima del incienso y empiezan a sonar las craqueb acompañadas del guembri. Sus sonidos anuncian que va a dar comienzo la derdeba de los siete co­lores.

Abre el acto el primer color, jilala, dedicado al blanco, los devotos de Mulay Abdelkader Jilal. El guembri tañe sus canciones una tras otra… un ritmo trepidante acompaña a los danzante s que van vestidos de blanco, con las túnicas de la tbeka. En este ambiente, se suceden las primeras es­cenas de trance: las gentes gritan desprendiéndose de los muchos senti­mientos que les embargan; van dando salida a su rabia a su frustración a la ira, a todo aquello que les amenaza y perjudica. El danzante se mete en un mundo distinto, con visiones de sí mismo que le transportan a vi­siones superiores, a estados alterados de consciencia sin ayuda de ningún tipo de droga, sólo la música que penetra en su ser y le hace vibrar de manera diferente. Cada ejecutante realiza una danza distinta, baila para sí mismo, es su propio regalo, la ofrenda para su curación ha hecho pene­trar una corriente de música en su ser para que lo limpie de todo aquello que le impide ser totalmente libre.

El segundo baile se dedica a sidi Maimun, el «negro». Los bailarines se cambian de túnicas ayudados por los gnawas y por las haddamat, pero el baile no se interrumpe en ningún momento; cuando un músico está cansado es sustituido por otro. Los gnawas tocan todas las canciones dedica­das a sidi Maimun, son bailes trepidante s, llenos de fuego. Así va trans­curriendo la noche hasta agotar todo el repertorio dedicado a este santo.

El tercer baile, el azul, se dedica a sidi Mussa el Marino. Los danzan­tes cambian sus túnicas negras por otras de color azul; el ambiente se lle­na de incienso y las letras de las canciones dedicadas a sidi Mussa resue­nan en el aire; por las ventanas de la zauia comienza a vislumbrarse un nuevo día, en el rostro de los participantes hay una gran excitación, no sienten ninguna necesidad salvo la de mover el cuerpo. El tiempo ha de­jado de existir, no importa el día o la noche, la única referencia es la mú­sica y los cambios que se producen cada vez que se toca a un santo dife­rente.

Con el día llega el cuarto baile. Es el turno de sidi Hammu, el rojo (el sultán de los haussa). Aquí la danza adquiere dimensiones extraordina­rias: enfermos y terapeutas bailan para este santo, los mkaden encarga­dos de los sacrificios se lanzan hacia el centro de la estancia para bailar en honor de su patrón. Todos aquellos que hacen imposición de manos y tienen dones curativos danzan para sidi Hammu vestidos con sus túnicas rojas. La música alcanza una vibración realmente excepcional, los dan­zantes van alcanzando otras dimensiones, parece que no son de este mundo; los rostros reflejan el cambio, la alegría y la fuerza mientras la mañana del domingo va deslizándose de forma imperceptible dedicada a si di Hammu. Las canciones se van sucediendo sin cesar durante toda la mañana del domingo; pasado el mediodía se vuelve a poner incienso (jawi, «rojo»), mientras finalizan los últimos compases en honor de este santo. Así se llega a la tarde del cuarto día de ceremonias dando paso al color verde.

Rijah Al Lah, shorfa, el pueblo de Dios, los verdes. El cambio de túni­cas es rápido, el ambiente adquiere visiones inenarrables, los danzantes lloran dormidos por la felicidad, las horas transcurridas comienzan a hacer efecto y las transformaciones corporales se hacen visibles. Son ins­tantes para traspasar la frontera de lo real hacia lo deseado otra dimen­sión. Músicos y participantes parecen no pertenecer ya a este mundo, a este plano, se ha trascendido colectivamente, no existe percepción de lu­gar, de momento, de espacio. Sólo hay sonido, fuerza y poder que baila.

Las primeras sombras de la noche del domingo llegan por los sones de os ouled al gaba, «los hijos de la floresta», dedicados al color marrón, a los negros sudanis. Llegados a este punto sabemos que la divinidad nos a penetrado, la luz se hace cada vez más patente, y es en estos momen­tos cuando realmente estamos en el mundo soñado, en la tierra prometi­da; no hay dolor, ni sufrimiento, el bienestar es pleno y realmente no estamos seguros de tener cuerpos, si estamos flotando en el espacio, con­fundidos con el ritmo cósmico.

La ceremonia continúa. Los músicos, contagiados del ambiente, están n una comunión fraternal con los participantes, tienen la mirada limpia puesta en el espíritu que preside el acto. Da la sensación de que los instrumentos son percusionados por una fuerza ajena a ellos mismos, algo muy sutil les conecta a su propia música, a su propio ritmo, al poder de su propio espíritu. De esta manera llegamos a la última fase del ritual, a la ceremonia de las bnats, la orgía de colores. Los participantes se cam­bian al amarillo, al negro de lalla Aixa, al púrpura de lalla Rkia. Con ellas alcanzamos la mañana, la kaiula.

El lunes ha hecho su aparición, la música se va ralentizando para de­ volver a la realidad a los participantes. Súbitamente calla, ya no hay so­nido, sólo silencio. Hombres y mujeres se hallan en un estado de éxtasis total. Y así unos se retiran en silencio a sus casas y otros quedarán en la zauia, pero todos con la convicción que da el saber que han estado bai­lando para la divinidad.

Creación de un animal de poder

Hace tres años, durante un viaje a Zagora (la mítica ciudad marroquí, cruce de caminos, lugar desde donde partían las caravanas hacia Tom­buctú), conocí a un joven gnawa de una de las tarikas locales. Fue un encuentro inolvidable, ya que me puso en contacto con uno de los ritos gnawas más excepcionales que haya conocido, tan extraordinario como la noche de la derdeba.

Habló de una ceremonia guerrera de tiempos pasados descrita por su abuelo a su padre. Un ritual olvidado que según la tradición llegada a sus manos debió pertenecer a una de esas tribus perdidas del centro de África y que posiblemente algún esclavo relató en alguno de los encuentros que tuvo con los suyos en tiempos pasados. El ritual tenía que ver con un tótem, un animal poderoso que se encuentra en alguna parte de la natura­leza, que guarda su territorio, que defiende a su manada, a su grupo… y que, además, está conectado a nosotros, pues su conocimiento puede ayudamos a vislumbrar la importancia que tiene la relación humana, la comunidad, y a ser partícipes de una nueva sensación que nos comunica­rá con esa parte poderosa del ser humano que nunca dejó de estar unida a la naturaleza.

Mi curiosidad fue en aumento a medida que me explicaba en qué con­sistía la experiencia. Me dijo que en los treinta años de su existencia sólo una vez se había atrevido a realizarla acompañado de un grupo numeroso de su comunidad. El director del ritual había sido su propio padre, por lo que me invitaba a su casa para que conociera a su progenitor al tiempo que me hacía partícipe de su hospitalidad. Acepté, preso de una gran excitación.

En su casa, una construcción de barro rojo situada a las afueras de la ciudad y rodeada de palmerales, tuve ocasión de vivir unos días inolvida­bles. Allí aprendí muchísimas cosas de la tradición más remota de, los gnawas y, sobre todo, conocí el ritual del animal de Poder. No paré de tomar notas y dibujar esquemas de la configuración y construcción del animal de poder. En primer lugar, había que situar a los participantes de la manera siguiente:

A la cabeza del tótem y formando una columna central había que si­tuar a los guerreros más poderosos, vestidos con trajes de ceremonia; en el centro de esa misma columna había que colocar a los hombres de co­nocimientos y a las mujeres que tenían la misión de guardar las tradicio­nes del grupo; a continuación iban los jefes guerreros y el resto de la co­lumna compuesta por soldados que cerraban esta formación; a la izquierda, Y algo retrasadas con respecto a la línea central, se situaban las mujeres solteras de la comunidad, seguidas de las casadas y las viudas, que se situaban en el último lugar. En el centro de esta línea estaban las mujeres embarazadas. A la derecha de la formación se alineaban otras columnas compuestas exclusivamente por guerreros varones, que se co­locaban a la misma altura que las mujeres para que la parte central desta­cara del resto. Una vez situados todos los participantes, se cogían de la cin­tura y al ritmo de los tambores se movían de forma armoniosa haciendo que todo el conjunto se impulsara al mismo ritmo, al tiempo que decían el mantra sufi hu.

Mi curiosidad fue tal que insistí para que me propiciaran una ceremo­nia de este tipo. Pasaron varios días antes de que todo estuviera dispues­to, la tarika gnawa anfitriona hizo todos los preparativos, y tuve el honor de estar en el centro de la formación. No me he librado todavía de la sen­sación tan formidable que viví en aquel acontecimiento. Efectivamente, estaba envuelto en el mismo corazón de aquel tótem que se movía de for­ma rítmica y poderosa, exultante; los tambores del acompañamiento ba­tían de manera muy especial, era el toque previsto por el director del conjunto, el padre de mi anfitrión.

Fuente: http://www.webislam.com/

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