La conciencia enteogénica

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CRISTIÁN VERGARA OLIVA

Universidad de Chile, Facultad de Filosofía y Humanidades, Departamento de Ciencias Históricas.

I. Los enteógenos y las fuentes

Aproximaciones a los enteógenos y la etnomicología

A lo largo de amplios territorios de Eurasia y América, el hombre pre- y protohistórico descubrió las pro­piedades de distintas plantas sagradas, que fueron utilizadas con el objetivo de expandir la conciencia.

Antes de que el especialista de Grecia, Carl A. P. Ruck, propusiera el término enteógenos para desig­nar a aquellas sustancias vegetales que, cuando se in­gieren, provocan una experiencia divina, eran mal denominadas alucinógenas, psicodélicas, psicotomi­méticas, etcétera (Wasson, 1983: 8; también Wasson, et al.: 1980: 8). Para el hombre antiguo estas sustancias —plantas milagrosas— hablaban con la voz de Dios (Wasson, 1983: 19). Aún más, los enteógenos han sido definidos como Dios dentro de nosotros (Wasson, 1983: 8).

Durante siglos, chamanes y brujos mexicanos, jefes religiosos del norte y sur de América han utilizado plantas sagradas —enteógenos— que no son narcó­ticos, ni intoxicantes, ni sustancias energéticas, ni anestésicos, ni tranquilizantes, más bien son llaves bioquímicas que los llevaban a Las puertas de la per­cepción.1 Es decir, a niveles de intuición más profundos o más altos, cuando la persona que los experimenta­ba no iba en busca de reacciones pasajeras, sino de comprehensión. Precisamente por lo anterior el hom­bre antiguo tuvo hacia los enteógenos un profundo respeto y aún reverencia, rodeándolos de una atmós­fera mágico-religiosa, celosamente resguardada.

Desde los tiempos más remotos los pueblos mesoa­mericanos reconocieron las propiedades del cactus del peyote,2 sabían del hongo del cornezuelo y de otro tipo de hongo conocido como Teonanácatl -“la carne de Dios” (Watts, 1978: 24). En un sentido muy amplio de la palabra, cada una de estas sustancias es una droga, pero hay que evitar el error sistemático de con­fundirlas con aquellas drogas que inducen al deseo físico de su

repetición o que embotan los sentidos como el alcohol o los sedantes. Oficialmente están clasificadas como alucinógenos, un término increí­blemente inexacto, puesto que aquellas sustancias no producen sensaciones imaginarias. Por esta razón, siguiendo al Doctor Hoffmann, inventor del L.S.D., al ya mencionado Ruck y a Wasson que junto a Heim estudiaron las silocibas de los hongos sagrados me­xicanos, se utilizará la palabra enteógenos para hacer referencia a las cualidades de estas últimas “flores” de México que aquí interesan: los hongos mágicos.

Es ilustrativo observar que en la poesía y literatura azteca se distingue una jerarquía enteogénica (Alci­na, 1989: 27-46 y León-Portilla, 1968: 128-146), en la que los hongos sagrados o “flores” (metáfora náhuatl) constituyen la clase superior y las daturas la inferior.3

El hombre se ha interesado por los hongos desde los tiempos más antiguos. Los escritos de Hipócrates, Platón, Teofrasto, Celso, Galo, Juvenal, Marcial, Ate­neo, Dioscorides, Ovidio y Cicerón, ya los mencio­naban. Se sabía que había hongos comestibles —los emperadores romanos gustaban mucho de la oronja, como recuerda su nombre científico de Amanita Cae­sarea— y hongos peligrosos. Según se dice, Agripina envenenó a Claudio poniendo un hongo venenoso entre hongos comestibles. En la Edad Media, el estudio de los hongos no progresó de manera significativa.

La primera obra consagrada a los hongos es de fines del siglo XVI, debida a Charles de Lécluse, lla­mado “Clusius”. Pero sólo hacia fines del siglo XVIII y a lo largo del XIX la micología descriptiva realizó un gran avance gracias a Bulliard (1791-1793), Persoon (1801), Fries (1815 y 1874), Hermanos Tulasne (1851) y Bary. Actualmente la micología ha descrito más de 100,000 especies de hongos. En realidad, los hongos, del latín,fungus, son organismos vegetales (que care­cen de clorofila, por lo que no realizan fotosíntesis. Pese a los estudios que existen, la estructura, formas de vida y reproducción de los hongos, son poco cono­cidas (Schilling: s/f: 4-6).

En el presente siglo los hongos mágicos fueron redescubiertos en 1915 por W. E. Safford, botánico al servicio del gobierno de los Estados Unidos, que afir­mó haber estudiado la existencia de los hongos em­briagantes, pero sin hallar ninguno en México. Safford menospreció el conocimiento herbario de los indios y llegó a decir que éstos habían confundido los hongos con las coronas secas del peyote. Sin embargo, algún tiempo después un etnobotánico, Blas Pablo Reko aseguraba que los hongos todavía eran utilizados en el estado de Oaxaca (Wasson, 1983: 14).

Como consecuencia de esta información, otras voces se unieron a la de Reko: la de Robert J. Weitla­ner, la de Jean Bassett Johnson y la del botánico Richard Evans Schultes. En 1936, Weitlaner aseguraba que el culto al hongo sagrado continuaba prevalecien­do en la región de Oaxaca (Watts, 1978: 24). Dos años después, Schultes llevó a la Universidad de Harvard hongos recogidos en tierra mazateca, en Huautla de Jiménez. Por su parte, en 1938, Johnson escribió un artículo publicado en Suecia acerca de una ceremonia ritual de hongos sagrados, en donde únicamente el chamán ingirió hongos (Wasson, 1983: 14).

Desde esos tiempos, un número cada vez mayor de micólogos —nombre que tienen los especialistas en hongos— empezó a hacer estudios sobre los hongos enteogénicos de Oaxaca (Watts, 1978: 24).

Además de la psilocybe mexicana, en Oaxaca se han hallado otras especies de hongos sagrados deno­minados respectivamente psilocybe aztecorum heim y la psilocybe wassoni, en honor a los micólogos Roger Heim y Gordon y Valentina Wasson, que tomaron parte en las ceremonias de la famosa curandera María Sabina (Watts, 1978: 24).

Justamente, Valentina Pavlovna de Wasson y Gor­don Wasson, luego de varios decenios de observación y estudio de los hongos, en su relación con el culto de los antepasados remotos, descubrieron la micolatría que aún subsistía.4 Esta peculiar adoración todavía la conservan los pueblos que habitan a orillas del Océano Ártico hasta el estrecho de Bering (Wasson, 1983: 9).

Los esposos Wasson fueron los primeros en llamar etnomicología al estudio de los hongos sagrados en su relación con el “hombre primitivo”.5 Es decir, el empleo que hicieron los pueblos ágrafos de los hongos enteo­génicos, en el contexto de sus sistemas de creencias y abalorios de lo divino.6

Durante 30 años, el matrimonio Wasson indagó el papel de los hongos silvestres en la cultura universal.7 En sus viajes por el mundo hicieron sorprendentes descubrimientos en un campo científico en el cual, como dijimos, fueron precursores. Sus hallazgos están compilados en el libro Mushrooms Russia and History, aparecido en mayo de 1957, y en muchos otros ar­tículos publicados en Life, Life en español, en This Week y en varias revistas especializadas.

Con todo, el gran hallazgo de G. Wasson sucedió en 1955, la noche del 29 al 30 de junio, cuando después de tantos años de investigación tuvo la oportunidad de asistir, en Huautla de Jiménez, a una velada cantada por María Sabina, una “curandera de primera categoría” (Benítez, 1983: 29).

A partir de este suceso, que más adelante se trata­rá detalladamente, los estudios micológicos y etno­micológicos relativos a México sufrieron un salto cua­litativo. En realidad, fueron muchos los especialistas que cooperaron con sus investigaciones micológicas, químicas, farmacológicas y psiquiátricas, a la labor que habían emprendido Valentina Pavlovna y Gordon Wasson. Tarea que en 1958 se vio coronada cuando el Muséum National d’Histoire Naturelle, de París, publi­có Les Champignons Hallucinogénes du Mexique (ci­tado en Estrada, 1977: 10-11). Inmediatamente, esta obra despertó un gran interés, no sólo entre los micó­logos sino también en la prensa internacional de la época. Así, la etnomicología, creada por los esposos Wasson, se abría al mundo, a nuevas interrogantes y a un continente, “…rico en plantas alucinógenas (enteogénicas), factor que indudablemente facilitó su uso entre los indios de Norteamérica, y especialmente entre los indios de América Central y del Sur” (Harner, 1976: 11-12).

En el prólogo de Les Champignons Hallucinogénes du Mexique, Roger Heim [Director del Museo de Historia Natural de París (1951-1965)] señalaba que la contri­bución de los Wasson a la etnomicología era notable desde antes de que llegaran a México en 1953, aunque estuviera inédita.8 Ellos —decía— han abierto un ca­mino desconocido a través de investigaciones que se aplicaban al análisis de las relaciones “entre los hombres y los pueblos a través de sus tradiciones, há­bitos culinarios, literatura, religión, artes plásticas, simbolismos e historia” (Benítez, 1983: 15 y prólogo de Les Champignons Hallucinogénes du Mexique). En suma, los dos etnólogos de Nueva York habían estu­diado las relaciones entre el hombre y el hongo, a la luz de diversas fuentes y argumentos de orden lingüísti­co, histórico, psicológico, simbólico y etnológico. Sin embargo, luego de las primeras exploraciones, México asomaba como una región importantísima, por sus documentos, tradiciones y testimonios directos, para comprender el papel de los hongos enteogénicos en la vida de los indios mesoamericanos antes y después del proceso de conquista.

El testimonio del pasado y la búsqueda contemporánea

Sin duda las evidencias históricas sobre el consumo de los hongos embriagantes en Mesoamérica son abundantes y variadas.

En la obra Mushrooms Russia & History (1957) aparecen una docena de fragmentos de fuentes anti­guas mesoamericanas que describían el uso de hongos (Wasson y Wasson, 1957). Asimismo, en el ya men­cionado libro, Les Champignons Hallucinogénes du Mexique (1958), las referencias aumentan a una vein­tena. Por último, en El hongo maravilloso Teonanácatl son múltiples los documentos precoloniales o coloniales que tratan de los hongos divinos (Wasson, 1983: 247).

Ciertamente, es muy probable que de las futuras traducciones de los textos nahuas y mayas surjan nuevos antecedentes sobre el consumo de hongos.

Los hongos adivinatorios aparecen por primera vez en la crónica de Fray Antonio Tello, en la conocida tradición de Teopiltzintli que conduce a los aztecas a su nueva “tierra prometida” (Wasson, 1983: 247 y 183-184).

Posteriormente, en la Monarquía indiana de Fray Juan de Torquemada y en la Historia antigua de Mé­xico del jesuita Francisco Javier Clavijero, se enumeran listas de los legendarios padres fundadores de México-Tenochtitlán, identificándose uno de ellos con el nombre de Nanacatzin, es decir, el hongo (nanácatl) (Wasson, 1983: 247).

También en la soberbia Historia de las Indias de Nueva España, escrita en el siglo XVI por el dominico Diego Durán, sobresalen los testimonios, a veces con­tradictorios, sobre el uso prehispánico de los hongos (Wasson, 1983: 248-253).

Por su parte, Bernardino de Sahagún en su extensa Historia General de las Cosas de la Nueva España hace algunas breves pero notables caracterizaciones sobre el consumo de enteógenos entre los antiguos mexicanos. Dice Sahagún que “…la primera cosa que los indios comían en sus convites eran unos honguillos negros llamados nanacatl los cuales emborrachan, hacen ver visiones y aún provocan a lujuria” (Benítez, 1983: 9).

Igualmente Francisco Hernández, médico de Felipe II, en su Historia Plantarum Novae Hispaniae hace una descripción de los hongos y de sus efectos en el hombre (Benítez, 1983: 10-11). Asimismo, en los Me­moriales o libro de las cosas de la Nueva España y de los naturales de ella, Motolinía ve en el rito indígena de comer los hongos sagrados una ceremonia seme­jante a la comunión cristiana(Benítez, 1983: 11).

En las actas de las audiencias del Santo Oficio de la Inquisición que se conservan en el Archivo General de la Nación (México) abundan, para el periodo colo­nial, las referencias relacionadas con los alucinóge­nos. De estos documentos se desprende un hecho interesante: las señoras españolas de las clases bajas, consultaban con frecuencia los alucinógenos, no per­sonalmente, sino a través de sus esclavas y sirvientes indias (Wasson, 1983: 258-262).

Especial atención merece la poesía aborigen mexi­cana anterior y posterior a la Conquista. Recopiladas y traducidas por el padre Angel María Garibay, por Miguel León Portilla y más recientemente por José Alcina Franch. En estas obras es frecuente encontrar alusiones a las bebidas embriagantes de los nahuas. Pero en este plano, le cabe un lugar de privilegio a la poesía de Nezahualcóyotl, rey de Tezcoco, una figura legendaria del México antiguo. En sus versos va de­jando constancia del simbolismo de las “flores” y de los cantos, que vinculan lo que existe sobre la tierra con el mundo misterioso de los dioses y los muertos. Al respecto, G. Wasson, ha demostrado que los poetas aztecas emplearon el término “flores” como una figura lingüística para significar los enteógenos y la expe­riencia enteogénica.9 Las flores son los hongos sa­grados, los hongos embriagantes y las semillas de la maravilla: el Teonanácatl de los antiguos nahuas.10

Sin embargo toda esta información sobre los en­teógenos, permaneció olvidada durante más de dos siglos, hasta que en la primera mitad de esta centuria comenzaron lentamente a surgir las voces de Reko, Weitlaner y los demás especialistas que reivindicaban el hongo sagrado en el contexto de la antigua y nueva historia de los indígenas de México.

Cabe señalar que ninguno de los estudiosos deci­monónicos del Reino de Quetzalcóatl, ni tampoco los investigadores de este siglo reconocieron la existencia de los potentes hongos enteogénicos. Alfonso Caso fue el primero y el único de los especialistas en Mesoamé­rica que, apoyado en los trabajos de Heim y Wasson, admitió la presencia de los hongos mágicos en las prácticas de la antigua cultura mexicana. Lamenta­blemente, su artículo no tuvo mayores repercusiones entre los expertos.

No obstante, a partir del redescubrimiento de expe­riencias chamánicas con hongos sagrados en 1953, los enteógenos se han convertido en un atractivo y controvertido campo de estudio sobre la conciencia y el ser del hombre. Durante la década de los sesenta, fueron muchos los científicos, estudiantes y hippies que llegaron al poblado indígena de Huautla de Jiménez en busca de María Sabina, la célebre curandera que conservaba el secreto —quizá milenario— de los hongos sagrados. Con todo, sólo un pequeño grupo de es­pecialistas han continuado la obra emprendida por Heim y Wasson.11 Por cierto, el mayor aporte de estos investigadores corresponde al relato de experiencias enteogénicas en el ámbito del chamanismo mexicano actual y el sobrecogedor testimonio de la Vida de María Sabina, la sabia de los Hongos (cfr. Estrada, 1977).

Al contemplar los avances científicos sobre los en­teógenos y las fuentes de información de que se dis­pone para su estudio, parece razonable plantear —a modo de hipótesis— la relación entre los hongos sagrados, el chamanismo mazateco en María Sabina y la expansión de la conciencia, entendida como una experiencia fundamental, en la posible evolución del hombre.

II. Chamanismo, éxtasis y enteógenos

En general para las sociedades ágrafas, la antropología denomina como chamanes a los expertos que se enfren­tan directamente con lo sobrenatural (Harner, 1976: 7).

Asimismo los antropólogos han preferido ocupar el vocablo chamán para distinguirlo de otros términos como “brujo” o “curandero”, por poseer éstos, tradicio­nalmente, connotaciones desconcertantes y muchas veces peyorativas; “el término está sacado del idioma de la tribu tungus de Siberia” (Harner, 1976: 7).

El chamán es el gran especialista de lo invisible. Puede ser definido como el hombre o la mujer que se pone en contacto directo con el mundo de los espíri­tus mediante un estado de trance. Provisto de pode­res especiales, el chamán es un mago, posee el don de “hacer” según su conocimiento y voluntad.

En sus memorias Alan Watts escribe que el chamán

sigue el curso de su propio destino y por eso es considera­do como una persona “rara”, puesto que trasciende las convenciones sociales. Está “fuera de este mundo” o en otro mundo. Se le atribuyen poderes mágicos porque representa la inquietante rareza, porque vive fuera de las reglas comunes y se fragua un camino fuera de los ca­minos trillados (citado en: De Montal, 1988: 8).

Se puede afirmar que el chamán es un ser diferente. No todos los hombres pueden llegar a ser chamanes. El chamanismo exige un extraordinario esfuerzo personal. Por esto el chamanismo es raro y se vuelve cada vez más raro. Para ser chamán, es decir, para convertirse en un ser diferente, un hombre debe de­searlo profundamente y durante mucho tiempo. El tornarse chamán hace al hombre un ser diferente porque adquiere numerosas cualidades nuevas y po­deres que antes no poseía. Una de las primeras fa­cultades que adquiere es la certeza de que no conoce ni sus límites ni sus posibilidades. No conoce siquiera hasta qué punto no se conoce.

Probablemente uno de los rasgos más caracterís­ticos y que identifican la experiencia chamánica es el cambio a otro estado de conciencia. Una especie de alteración de la conciencia ordinaria. A menudo este salto a otro nivel de conciencia se llama trance, du­rante el cual el chamán siente como si hubiera em­prendido un viaje (Harner, 1976: 8).

Esta breve caracterización del chamanismo exige dos observaciones que curiosamente los especialistas han pasado por alto: ¿qué se entiende por concien­cia? y ¿qué significa pasar de un nivel de conciencia a otro? La más importante y engañosa de las posibles cualidades del hombre es la conciencia. Sostenemos que, en general, el hombre se atribuye la conciencia aunque en verdad no la posee. A menudo el estado de vigilia en el hombre se denomina conciencia lúcida o conciencia despierta, pero debería llamarse sueño despierto o conciencia relativa. No se puede decir que el hombre en ese estado esté despierto, puesto que permanece influido poderosamente por los sueños. Vive más en los sueños que en la realidad (Ouspensky, 1984: 20 y ss.).

En este sentido, siguiendo los planteamientos de Ouspensky la conciencia en el hombre es una muy particular “aprehensión de conocimiento interior”, independiente de su actividad mental. Ante todo, la conciencia es una forma de conocimiento de sí mismo, un conocimiento de lo que es, de dónde está, de lo que sabe y de lo que no sabe, y así sucesivamente. Sólo uno mismo puede saber si en un instante dado es consciente o no. Únicamente el hombre puede saber si su conciencia existe o no en un momento deter­minado.

Por otra parte, la conciencia en el hombre jamás es permanente. Está presente o no lo está. Los momentos más elevados de conciencia crean la memoria; los otros momentos se olvidan (Vergara, 1989: 15-16).

Para entender lo que es la conciencia no hay que confundirla con las funciones psicológicas, es decir, con los pensamientos, sentimientos, impulsos motri­ces y sensaciones. En forma analógica, la conciencia en el hombre es como un espejo que es capaz de re­flejar todas las funciones del ser humano sin ser ninguna de las cosas que refleja.

En realidad la conciencia tiene grados bien visibles y observables por cada uno en sí mismo. El hombre puede conocer cuatro estados de ella: el sueño, el es­tado de vigilia, el recuerdo de sí y la conciencia ob­jetiva. El hombre vive solamente en los dos primeros estados. El tercero o conciencia de sí, el hombre se lo atribuye, cree poseerlo, aunque en realidad no sea consciente de sí mismo sino por chispazos. Normal­mente esos chispazos de recuerdo de sí se producen en momentos excepcionales, en situaciones de crisis o cuando se los busca por medio de esfuerzos especiales o a través del consumo de enteógenos. La conciencia de sí es un estado en el cual el hombre se torna objetivo respecto de sí mismo. Por sobre la conciencia de sí, existe la conciencia objetiva, o metaconciencia, que es un estado en el cual el hombre entra en contacto con el mundo real u objetivo, del cual el ser humano está actualmente separado por los sentidos, los sueños y los estados subjetivos de conciencia. En verdad no sabemos prácticamente nada del estado de metacon­ciencia, salvo por los relatos de los místicos y las obras de algunos poetas sabios.

A la luz de lo dicho, creo que el cambio que experi­menta el chamán, es justamente una transformación en su manera de comprender el significado de la con­ciencia, y prosigue con la adquisición gradual de un dominio de la propia conciencia.

De acuerdo con este enfoque el chamán, por medio de una prolongada preparación y un estudio particu­lar, va adquiriendo una conciencia más permanente, amplia, penetrante y controlable. Cuando se afirma que el chamán pasa a otro nivel de conciencia no es otra cosa que una experiencia de conciencia de sí o in­cluso eventualmente de conciencia objetiva.

Mircea Eliade (1986: 25) señala que “el chamán es el gran especialista del alma humana: sólo él la ve, porque conoce su ‘forma’ y su destino”. Subraya un aspecto fundamental: el chamán es el que comprende la naturaleza humana y visualiza sus proyecciones. El chamán es el gran constatador de la realidad porque es un “hombre inspirado por los espíritus” (De Montal, 1988: 13). Sus observaciones están más allá del do­minio conceptual del intelecto, se sitúan en un nuevo (para nuestra civilización) reino de conocimiento.

Los expertos sostienen que el chamán tiene una es­pecialidad mágica que le confiere otra dimensión: es el Señor del Éxtasis. En efecto, una de las definiciones más aceptadas de chamanismo, dice que “es la técnica del éxtasis” (Eliade, 1986: 22).

El acceso al estado de éxtasis supone el despertar de ciertos poderes latentes, generalmente inexplora­dos por el hombre, entre ellos el poder de la voluntad y la capacidad de hacer. Dos facultades que el hombre solamente podría alcanzar en los estados superiores de conciencia. Existe consenso en torno a que el cha­manismo es justamente una de las técnicas arcaicas del éxtasis, simultáneamente misticismo, magia y re­ligión. El éxtasis chamánico es un fenómeno físico, mental y espiritual durante el cual el alma (la concien­cia acrecentada) abandona el cuerpo y viaja a los cielos o los infiernos subterráneos (Eliade, 1986: 16 y 37).

De esta manera, gracias a sus experiencias extáticas, el chamán es el interlocutor de los hombres ante las fuerzas infernales y celestes. Es un hombre que man­tiene relaciones concretas e inmediatas con el mundo de los dioses y de los espíritus: los ve cara a cara, les habla, les pide, les implora, porque su vida está con­sagrada a la permanencia del clan y a la salud física y mental de sus miembros. Su principal razón de ser es el desarrollo espiritual de la comunidad. Por esto el chamán es también un mago y un hombre médico, puede curar, efectuar milagros faquíricos; además es psicopompo (es decir, el chamán es capaz de, en oca­siones, acompañar el alma de un difunto al reino de las sombras). También puede ser sacerdote, místico y poeta (Eliade, 1986: 21). En consecuencia, la vocación chamánica exige no sólo una verdadera búsqueda mística sino también el compromiso que implica ser el responsable del alma humana.

En la mayoría de las experiencias místicas, muy similares al éxtasis chamánico, se produce una pérdi­da de sí mismo y una sensación de unión con el uni­verso; una disolución de la noción espacio-tiempo, una sensación de respeto, admiración o poderío, acompañado de un sentimiento de gratitud, amor o gozosa contemplación. Es obvio que estas experien­cias, místicas o de éxtasis no pueden ser descritas con palabras porque corresponden a los estados de con­ciencia superior, muy diferentes de la condición ordi­naria del hombre.

El nacimiento de las más importantes religiones del mundo está estrechamente relacionado con una o varias experiencias místicas. De igual forma, soste­nemos que el éxtasis chamánico debió estar íntima­mente ligado a las antiguas expresiones religiosas de los pueblos sin tradición escrita.

Para Don Juan, el protector de Castaneda, el cha­mán es un “agente de poder” que realiza, gracias a la ayuda de los espíritus guardianes (tutelares), lo que ningún hombre imaginaría posible hacer (De Montal, 1988: 18).

Con frecuencia, el chamán cumple su misión con la ayuda de los espíritus auxiliares que lo acompañan durante su trance. Normalmente estos espíritus corresponden a animales. El animal simboliza siempre un nexo real y directo con el más allá. Para el chamán el animal es un ‘doble’, su alter ego. Es él, el que se transforma en animal (Eliade, 1986: 91-92).

En suma, los chamanes, por medio del trance ex­tático —es decir a través de la conciencia de sí o de la conciencia objetiva—, adquieren poderes extraordi­narios para comunicarse con el mundo invisible. Así es como pueden curar los males físicos, psíquicos y espirituales del hombre.

En la vida religiosa de las comunidades, en su ma­yoría ágrafas, únicamente el chamán es el psicote­rapeuta (Harner, 1976: 8). El chamán tiene el poder de curar, porque solamente él “ve” los espíritus y sabe como exorcizarlos.

Como cualquier otro llamado religioso, la vocación chamánica se manifiesta por una crisis, por una ruptura provisional del equilibrio psíquico del futuro chamán (Eliade, 1986: 9). Inevitablemente se verá en­frentado a una crisis espiritual que no está desprovista de grandeza trágica ni de belleza (Eliade, 1986: 29). Esta crisis fundamental del chamán es, en esencia, una toma de conciencia de su singularidad. No se manifiesta exactamente en una enfermedad sino más bien, en un cambio progresivo de conducta. Los sín­tomas del desequilibrio interno que experimenta son muy similares a las señales de la vocación mística.

Para Carlos A. León (s/f: 25), “el chamán es ante todo un enfermo que ha vencido sus dolencias y se ha curado a sí mismo; la curación es la iniciación”.

Los estudiosos del tema reconocen cuatro mane­ras de reclutamiento chamánico: la vocación espon­tánea, la transmisión hereditaria, la decisión personal y la elección operada por el clan (De Montal, 1988: 30).

El común denominador de estos cuatro llamados chamánicos lo constituye la etapa de iniciación. Luego de que los chamanes son “elegidos” entran en una zona de lo sagrado, inaccesible a los demás miembros de la comunidad. La iniciación chamánica implica una profunda transformación del virtual chamán. El chamán debe transformarse, abandonar el modo an­tiguo de ser. Alejarse del pasado e ir en pos del futu­ro. Ciertamente, para renacer a una nueva vida debe experimentar una muerte simbólica y, de esta manera, superar su condición humana.

La iniciación chamánica se acerca mucho al pro­ceso de la metanoia, “que lleva a un cambio total en la interpretación y comprensión del propio yo y de la finalidad de la vida” (Jacoby, 1976: 370). Mediante la iniciación chamánica se logra una nueva visión de la realidad, caracterizada por la intuición de estar en el mundo y la intuición de ser en el mundo.

En definitiva, la experiencia chamánica equivale a una restauración de esa condición dichosa de la hu­manidad en la aurora de los tiempos (Eliade, 1986: 129). Un chamán no es reconocido como tal sino después de haber recibido una doble instrucción: primero de orden extático (la iniciación mediante los espíritus) manifestada por sueños, visiones, trance, etcétera, y segundo, de orden tradicional (la inicia­ción ritual) representada por las técnicas chamánicas enseñadas por un maestro. Precisamente esta doble instrucción, asumida por los espíritus y los viejos maestros, equivale a una iniciación chamánica (Elia­de, 1986: 29).

Otra manera de acceder a la vocación chamánica, en ritos de iniciación de comunidades siberianas y americanas es a través de las plantas sagradas o en­teógenos. En realidad, entre los pueblos siberianos el éxtasis por efecto del consumo de hongos alucinan­tes es una práctica bastante frecuente (De Montal, 1988: 60). También la reivindicación que hicieron del peyote, en un principio, A. Artaud y A. Huxley, y más recientemente C. Castaneda, confirman el uso de plantas sagradas en América. Igualmente, los trabajos de Reichel-Dolmatoff (1985: 291-307) han vinculado el arte rupestre aborigen de Colombia y eventual­mente de Chile con el uso chamánico de plantas alu­cinógenas. Asimismo, el redescubrimiento hecho por G. Wasson de los hongos y su relación con el cha­manismo mesoamericano, son una evidencia de que los enteógenos servían de instrumento de acceso al éxtasis.

Aunque la literatura y los trabajos teóricos oficia­les no hayan prestado atención —salvo al peyote— sobre el origen enteogénico de muchas experiencias extáticas, no cabe duda que el “chamanismo —clásico— implicaba muchas veces el uso de alucinógenos” (Harner, 1976: 10). Junto a Wasson, creemos que los enteógenos son una clave para el chamanismo y las religiones animistas antiguas. El papel de los enteó­genos en las experiencias chamánicas aún no han sido suficientemente valoradas. Por supuesto, “esto no significa que los enteógenos sean indispensables para provocar un estado de trance” (Wasson, 1983: 276). Pero no estamos de acuerdo cuando se sostiene que mediante la embriaguez narcótica se trata de imitar un estado espiritual que ya no se es capaz de conse­guir de otro modo (Eliade, 1986: 313).

En realidad, hablar de una reproducción mecáni­ca y espuria del éxtasis, producto del consumo de en­teógenos, es un prejuicio mayúsculo. En lo sustantivo, significa desconocer el hecho esencial de que la in­gestión de enteógenos, en un ámbito chamánico, o sea de sabiduría, es un medio, un mero instrumento para despertar las enormes potencialidades que surgen cuando el hombre o el chamán alcanza el estado de recuerdo de sí o la conciencia objetiva. Adquirir la comprensión bien justifica el camino recorrido para alcanzarla. Lo que no se ha entendido es que las vías que llevan al éxtasis no son ni buenas ni malas, el asunto radica en la velocidad, es decir, el tiempo es­timado para pasar de un estado de conciencia ordina­ria a otro superior. La tradición herbolarea que llevó a los antiguos americanos a experimentar con los enteógenos constituye, cuando son administrados con la escrupulosidad de una sesión chamánica, un poderosísimo despertador de conciencia.

Sostener que las gracias logradas a través de hongos, cactus, o medios científicos (mescalina, LSD o psilocibina) son artificiales y falsas comparados con las obtenidas a partir de una disciplina religiosa es, a nuestro juicio, utilizar argumentos confusos. Ha que­dado suficientemente demostrado que los efectos son los mismos. No corresponde tratar el éxtasis enteo­génico como un regalo inmerecido, debido a ese curioso sentimiento humano de considerar que sólo aquello que implica enorme esfuerzo y sufrimiento es realmen­te verdadero. Ya el éxtasis enteogénico significa en forma simbólica, pero no menos real, la muerte del ego y la posterior resurrección del alma.

Tal como lo señala Harner (1976: 7), “El uso de agentes alucinógenos (enteógenos) para conseguir es­tados de trance en los que se perciba y se tome con­tacto con el mundo supernatural es evidentemente una antigua costumbre muy difundida entre los hu­manos”. En la región del noreste de Asia, se ha reco­nocido una estrecha relación entre la amanita muscaria, y la acción chamanística. También, en las últimas dé­cadas, las obras de Castaneda han servido para co­nocer, a través de experiencias concretas y testimo­nios directos, el uso que le dan los indios mexicanos a la mescalina, el peyote y otras hierbas.12

En resumen, la conciencia chamánica es una espe­cie de comprensión emocional de la verdad en ciertas relaciones definidas. Cuando el hombre, en este caso el chamán, alcanza el estado de recuerdo de sí, y en particular la conciencia objetiva (metaconciencia) adquiere, a mi juicio, dos funciones que Ouspensky (s/f: 1) definió como emoción superior y mental su­perior. Este estado va acompañado de fenómenos que llamaríamos de psicología supranormal. En este sen­tido, la magia podría ser la manifestación de un mundo de un nivel superior en un plano inferior. Por consiguiente, el chamanismo sólo tendría sentido si lo ubicáramos en la búsqueda de lo milagroso.

Por último, parece necesario hacer un breve acer­camiento a los aspectos neurofisiológicos de los estados de conciencia. Es sabido que los hemisferios cerebra­les en los procesos de la conciencia y la comunicación son diferentes. El hemisferio izquierdo (dominante para la mayoría de las personas) controla el razona­miento lógico, matemático y el lenguaje. También se caracteriza porque elabora formas analíticas y linea­les —temporales— de raciocinio, para la interpretación de la realidad y la comprensión de sus fenómenos. En cambio, el hemisferio derecho se ocupa de los proce­sos sintéticos y convergentes. Juega un importante papel en la intuición y las emociones fuertes. Es unitario, integral e intemporal. Entonces según esto, existirían potencialmente dos modos de ver alterna­tivos. Uno sería lógico, analítico y realista, y el otro, intuitivo, sintético y simbólico (León, s/f: 27-29; Sagan s/f: 193-231).

A nuestro entender, la conciencia chamánica, por efecto o no de enteógenos, se acerca más a la intuición creativa que al juicio racional, a los símbolos que a los signos, al mundo de la afectividad que a la dimensión intelectual.

Notas

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1 Título que lleva la famosa obra de Aldous Huxley, que relata los efectos de la mescalina (el ingrediente activo del cactus del peyote) en la persona altamente sensitiva.

2 Planta oriunda de las elevadas mesetas de México, que contiene mescalina. Aún en nuestros días algunas po­blaciones indígenas “se unen con los dioses” tomando el peyotl (nombre azteca). Son varias las comunidades indígenas mexicanas que rinden culto al peyote (nombre español), pero la que se ha hecho más celebre por esa costumbre es la de los huicholes, habitantes de la Sierra Madre Occidental de México (Geomundo, vol. 3, núm. 9, septiembre de 1979, pp. 306-321 y Benítez, 1976).

3 Datura: género de plantas solanáceas al que pertenece el estramonio.

4 La adoración de los hongos, en especial la idolatría por los hongos enteogénicos, como medio para comunicarse con el mundo sobrenatural en situaciones de crisis.

5 Wasson (1983: 10) definía “al Hombre Primitivo” como la humanidad antes de la aparición de la escritura”. 6 La micología es una parte de la botánica que estudia los hongos.

7 A fines de 1958, muere la Dra. Valentina P. Wasson, pero su marido continuará por largos años el Programa de in­vestigaciones que ambos habían formulado.

8 Roger Heim fue por más de cuarenta años jefe del La­boratorio de Cryptogamie en París y editor de la Revue de Mycologie. También, por un periodo, fue presidente de la Académie de Sciences.

9 Wasson, 1983: 114-143. Respecto a la antigua poesía mexicana y su relación con los enteógenos confróntese: Alcina, 1989; León-Portilla, 1968; y Martínez, 1984.

10 Teonanácatl: palabra empleada por Sahagún y Motolinía para designar los hongos enteogénicos. 11 Nos referimos en particular a los ya citados A. Estrada y

F. Benítez.

12 Racionero, 1984: 143-153 (también Castaneda: Las ense­ñanzas de don Juan; Relatos de poder; El Viaje a Ixtlán; El fuego interior; y El camino silencioso).

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