Cristianismo y enteógenos

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¿Cual es el método de conexión con dios del cristianismo: rezar en la iglesia, rezar en casa?…en la absoluta mayoría de los casos la respuesta de estos rezos es un auténtico y aterrador silencio: dios calla, ¿o tal vez no sirva el método utilizado?…

¿De verdad que tomando la hostia sagrada en una iglesia tomamos el cuerpo de Cristo, es esta la comunicación con dios? ¿y por qué el vino sagrado lo toma sólo el sacerdote y no también los feligreses, es el vino (alcohol) una vía acertada para la comunicación mística?…

¿Puede existir un método infalible de conexión con lo divino que no sea rezar, lo pudieron haber usado los cristianos, y quizás también otras religiones, hay pruebas de todo esto?…a estas últimas cuatro preguntas la respuesta es: sí.

Cristianismo y enteógenos

La moderna investigación sobre los usos antropológicamente reconocibles de diversas plantas psicoactivas ha establecido la innegable presencia de diversos enteógenos dentro de los rituales religiosos de las más variadas culturas. Fueron hongos psilocibios en Mesoamérica, Amanita muscaria en el Viejo Mundo y Norteamérica, ayahuasca en la Amazonia, y otros muchos ejemplos que reporta la bibliografía existente y que confirma la tesis de que las plantas con potencial psicoactivo fueron utilizadas desde muy antiguo para establecer contacto con el reino de lo divino, con los dioses o los espíritus ancestrales de cada pueblo; en suma, con la parte más trascendente de sí mismos.

Sin embargo, lo que científicamente es un hecho contrastado para casi cualquier religión, no lo es tanto para las así llamadas Religiones del Libro: Cristianismo, Judaísmo e Islamismo, y la razón no es otra que la fe, una fe al margen de todo procedimiento científico. Cristianos, judíos y musulmanes creen en un ser inmanente a la creación, que la contiene y a la vez está por encima de ella, al que llaman Dios. Este Dios es a la vez un creador y un legislador, y la contemplación de su divinidad se halla terminantemente prohibida; es más, la contemplación de siquiera un atisbo de su divinidad, como le ocurrió a Moisés, depende única y exclusivamente de Su voluntad, nunca de la voluntad de Sus siervos. Es así que todo esfuerzo de los hombres por comunicarse con Dios es vano, ya que Dios elige a sus comunicandos y el momento en que más le place establecer la comunicación.

Esta convicción teológica cierra el camino a la voluntariedad de la experiencia mística, que se constituye así en un arrebato sublime proporcionado por Dios sin que el afectado pueda ni siquiera rechazar la experiencia que se le ofrece, puede que muy a pesar suyo. Dios es, pues, una especie de benevolente tirano que no consiente a nadie abrir las puertas de su casa. Pero esto es justo lo contrario de lo que otros pueblos creen con respecto a sus dioses o espíritus, con quienes contactan a voluntad gracias al uso de una sustancia o práctica enteogénica, de manera que las puertas de estos dioses se hallan sencillamente abiertas para todo aquél que quiera atravesarlas.

Por lo que atañe a nosotros, hombres y mujeres de Occidente, la negativa a aceptar la posibilidad de Dios por vía experiencial, y no sólo por la fe, parece en realidad una cuestión de dogma legal más que de esencia propia del Cristianismo. El primer Cristianismo, aquél más próximo a los años de Jesús, tenía el evidente carácter de una religión mistérica, igual que otras corrientes religiosas de la Europa de aquellos años, como los misterios de Mitra, de Isis, los Órficos o los de Eleusis. En ellas se ofrecía al iniciado la posibilidad de comprender desde dentro a su dios mediante una comunicación con él que solía implicar la ingesta de un enteógeno determinado, es decir, la predisposición espiritual y química del individuo para el trance místico. De este modo, los iniciados y participantes de cada credo no aceptaban por la mera fe las verdades que se le ofrecían, sino que saboreaban esa verdad por sí mismos, y finalizaban su experiencia no con la confianza (tal es el significado de la palabra fe) en la existencia de un dios, sino con la certeza de la existencia de ese dios o de esa vivencia espiritual.

Los estudios de diversos autores (Ruck, Staples, Samorini, Heinrich…) plantean con argumentaciones poderosas que sin duda los primeros cristianos debieron tener esa posibilidad de comunión completa con su Dios-Jesús gracias a la utilización de algún enteógeno, presumiblemente ciertas variedades de hongos, y esta tesis viene apoyada, se quiera o no, con la propia iconografía religiosa. Mencionaré el más famoso de los ejemplos, aquél que todo aficionado al estudio de los enteógenos conoce sin la menor duda: la pequeña capilla de Plaincourault, en Francia, muestra a todo aquél que quiera visitarla un fresco, a la derecha del altar, en el que Adán y Eva se hallan respectivamente a la izquierda y derecha del Árbol del Conocimiento del Jardín del Edén. Pero este árbol no es un árbol cualquiera, y mucho menos el manzano que, a pesar de no figurar en el texto bíblico, todos hemos creído siempre que era. Se trata de un enorme ejemplar del hongo enteogénico Amanita muscaria, de cuyo tronco brotan ramas que, a su vez, son pequeñas amanitas. Los investigadores no enteogénicos tenderán a ver en el sombrero del hongo rojo con puntos blancos una representación del cielo estrellado o cualquier otro concepto que omita una referencia a la posibilidad de que los enteógenos pudieran alterar su consciencia voluntariamente para conectar con el inaccesible Dios de los dogmas. Pero el ojo inocente del observador desprovisto de prejuicios sólo verá un hongo, y se preguntará qué hace ese hongo ahí, en un contexto religioso y decorando el altar mayor de una iglesia, es decir, el lugar donde se ejecuta la ceremonia del sacramento eucarístico, donde los fieles reciben a Dios después de ingerir un trozo de pan, ni siquiera el vino que los evangelios prescriben como necesario para la correcta rememoración de la Última Cena, quizá porque el vino es un alterador de conciencia y el prejuicio dogmático prohibe la presencia de un alterador de ningún tipo durante el sagrado acto. El pan es transustanciado en cuerpo de Cristo, y este cuerpo transfiere al nuestro el don sagrado de la fe, de la confianza ciega, nunca certeza, en que Dios ha entrado en nosotros, lo cual no es sino una adaptación inocua del verdadero sacramento enteogénico, que implica el contacto directo con la divinidad.

Y ¿por qué todo esto? ¿Por qué obviar el sentido común y apartar de los fieles la posibilidad de conocer a Dios más de cerca? ¿Por qué la negativa a hacer innecesaria la fe en provecho de la certidumbre? Ya Jesús nos dijo que la verdad nos haría libres, pero la verdad es correligionaria de la certeza, no de la fe, porque la fe es variada y depende tan sólo del objeto en que queramos depositarla. ¿Puede ser ésta la razón de que nuestro Cristianismo no sea ya enteogénico, que siempre ha resultado mucho más fácil dominar al ignorante que al instruido? ¿Se ha pretendido evitar que poseamos un conocimiento directo de Dios para así poder ejercer un control efectivo sobre nosotros? Son cuestiones de difícil respuesta sin duda, pero nada nos impide planteárnoslas, porque dudar es comenzar a aprender, y aprender es un camino que nos conduce directamente al conocimiento, y el conocimiento nos lleva a la verdad, que es precisamente lo que algún día nos hará, como Jesús prometió, verdaderamente libres.

José Alfredo Gonzalez Celdrán.

Licenciado en Filología Clásica.

Fuente: http://gnsa.blogia.com/

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