El espejo interior. Sobre el consumo de substancias enteógenas y visionarias

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El baile sin fin de la imaginación es la herencia preciosa de la humanidad.

Alan Moore.

En El manjar de los dioses de Terence McKenna nos encontramos con la teoría de que ciertas drogas pudieron ser cruciales para la evolución de nuestro sistema neurológico y el surgimiento de las primeras sociedades humanas. Otros autores, como Timothy Leary o Robert Anton Wilson, también han augurado que el uso de substancias psicotrópicas serán igualmente imprescindibles para el futuro. Lo cierto es que, aun sin tener que echar mano de especulaciones o predicciones arriesgadas, parece evidente que las drogas han estado presentes en el deambular de nuestra especie desde tiempos inmemoriales y también que nos acompañarán durante un buen trecho del futuro. Inseparables de nosotros, éstas nos han sido útiles a lo largo del tiempo en infinidad de asuntos que van desde lo medicinal a lo religioso, pasando por lo festivo y la simple abstención de placer, hasta el punto de que podríamos afirmar que en cierto momento pasaron a formar parte de las prácticas que nos caracterizan como humanos, a un mismo nivel que también lo fueron el lenguaje escrito o el arte. No obstante, esto no ha impedido que fuera objeto de una intensa represión, por lo que durante siglos, ya sea en nombre de Dios, el orden, la salud, la cordura, la lucha de clases o el bienestar social, nunca han faltado excusas para condenar el estado de ebriedad conseguido mediente el consumo de substancias. Condena que, por otro lado, no ha evitado el doble rasero del poder, siendo usadas las drogas muchas veces como coartada -ahora, quizás, sustituido por el coco del terrorismo- para el control de la población y como perfecto subterfugio para manejes políticos y económicos a escala internacional.

Por nuestra parte, las drogas -y más concretamente las substancias enteogénicas, es decir, las que son suceptibles de ser visionarias- serán consideradas aquí como posibles herramientas de conocimiento y liberación. En este caso el conocimiento será en cuanto de nosotros mismos o nuestra íntima relación con el mundo, y la liberación respecto de unas circunstancias sociales y existenciales indeseables. Desde esta postura, lógicamente, juzgamos que tendrían que estar al alcance de todos y que ninguna excusa puede anteponerse a una libre experimentación. Ahora bien, para que esto llegue a ser así algún día, también habría que reconsiderar detenidamente el porqué de tantos impedimentos para el uso de drogas.

En realidad desconocemos que ocurre cuando consumimos una droga potente. A un nivel fisiológico podemos comprender algo, el como y el porque, pero a otros niveles, como es el puramente subjetivo, con seguridad solo podremos afirmar que tiene lugar una intensa modificación de nuestra normal relación con la realidad, pero a partir de ahí nos perderemos en infinitas disquisiciones sobre la naturaleza de este cambio. Pero eso no quiere decir que sea algo estrictamente privado, totalmente separado de la realidad colectiva. De hecho la experiencia hasta cierto punto y sobretodo su posterior interpretación puede depender de los prejuicios y factores ideológicos –en uno u otro sentido- heredados por cada individuo. Por lo tanto, cada juicio a posteriori, así como en gran medida la propia vivencia en si, serán inseparables del paradigma cultural –en su más amplio sentido- envolvente al que la vive.

Por lo cual, para bien o para mal, habrá que estar de acuerdo con aquellos que ven en el hecho de tomar drogas una acción de alcance colectivo, ya que, solo no producen su efecto sobre el que las toma, de una u otra manera las consecuencias llegan a extenderse al resto de su comunidad. Y de esto podemos a empezar a deducir parte del verdadero alcance de las drogas. Efectivamente, si éstas son algo más que una forma de evasión solipsista, como bien han sabido aquellos que a lo largo de la historia han puesto su mayor esfuerzo en extirparlas de los usos y costumbres de la gente, será porque irrumpen en ése plano que supera lo individual y estrictamente personal que determina la orientación de una sociedad. De ahí el rechazo que siempre han causado en las instituciones del poder o en amplios estratos de la población poco proclives a los cambios y que durante siglos nunca han dejado de buscar excusas para condenar el consumo de multitud de substancias en nombre del funcionamiento de la sociedad en su conjunto. Esto hace que plantear algún tipo de defensa del uso de drogas, tal como aquí pretendemos hacer, deba enfrentarse antes a multitud acusaciones que versan, principalmente, sobre la esencial falta de solidaridad que se deriva de esta práctica. Así pues, bajo este punto de vista, el consumidor de drogas es, ante todo, un egoísta irresponsable de las consecuencias de sus actos y tal achaque –acompañado también de la amenaza de multitud de peligros para la salud- es el principal baluarte para la condena de las drogas. Drogarse es, según el parecer de una gran parte de la gente, quebrar sin justificación la realidad considerada ordinaria e introducir un elemento discordante. Si en un pasado drogarse podía significar, por ejemplo, la caída en una moral extraña a los designios del Señor, en la actualidad puede suponer el desinterés por los valores de fundamentan la sociedad dominante: la economía y el consumo. En la sonrisa del drogado, en su actitud distante –e incluso en sus momentos de terror- se percibe un desprecio por el mundo normal que se considers que podría ser peligroso de extenderse. Por lo cual, la sociedad moderna ha procurado que las drogas afecten lo menos posible a los pilares del sistema, ya sea encaminando su uso a un aspecto meramente lúdico y fácilmente controlable, o bien exiliándolo a los márgenes de la vida oficial mediante la ilegalidad en sus manifestaciones más extremas. Por lo demás, habría que señalar que esta neutralización del verdadero potencial de la ebriedad, no deja de entrar en un contexto general de rechazo de todas aquellas inquietudes humanas que igualmente pudieran hacer peligrar el estatus quo, sean ideas, creencias, sensaciones o prácticas que derivarían en un peligro para lo considerado normal. Es decir, este rechazo se trata de algo inherente al propio fundamento que ha hecho posible el desarrollo y mantenimiento de nuestra actual civilización: a saber, el triunfo de lo racional y el esfuerzo colectivo por construir un paradigma estable.

En este reino de lo abstracto y racional, cualquier incursión profunda en lo imaginario efectuada por una persona adulta es considerada una momentánea desconexión de lo razonable, un mero descanso del verdadero intelecto, pero llegando a ciertos extremos puede ser visto como algo propio de una mentalidad infantil o directamente patológica. En este sentido, la ebriedad puede suponer un acto de aguda transgresión, una ruptura repentina con las coordenadas consideradas como válidas. Aun más, una experimentación con drogas tan potentes como los enteógenos (LSD, psilobicina, mescalina) y más al margen de lo meramente lúdico, sobretodo a ojos de una sociedad como la nuestra que huye de todo vestigio de lo que considera irracional ( aunque se comporte la mayoría de las veces de forma desquiciada), se torna incomprensible y peligrosa. Drogarse así supone forzar sin motivo lo anormal, lo imprevisto… provocar la irrupción del misterio en un mundo que se creía vacío de misterios.

Y así es, las drogas y especialmente las substancias enteógenas, hacen que nuestra experiencia del mundo, que parecía tan limitada y predecible, muestre de pronto aspectos desconocidos que debemos afrontar. Repentinamente somos introducidos en un laberinto de espejos, donde esa frontera entre el mundo y nosotros forjada por el materialismo y la ciencia se difumina. En el centro de este laberinto somos llamados a vivenciar el propio misterio de la consciencia, así como el misterio de todo aquello que ésta cobija, y esto es, en la práctica, de todo lo que vivimos.

La conciencia, que nos hace estar presentes en el mundo y es nuestra herramienta para indagarlo y descifrarlo, es incluida repentinamente en su mismo proceso de indagación. Aplastados por la evidencia de su compleja naturaleza, llegamos a la comprensión de que ésta no deja de ser un misterio indescifrable…Así pues, ¿Cómo pretender la paradoja de conocer el mundo de una forma objetiva y definitiva si aquello que nos permite conocer funciona también de una forma inexplicable? Eso sería como reproducir la parábola zen del que pretendía encontrar un asno montado precisamente sobre él.

Ahora bien, si aceptamos jugar con explicaciones que no se ajustan a las verdades establecidas, este deslumbrante misterio de la conciencia y de su relación con nuestra vivencia de las cosas, se abre a una infinidad de posibilidades. De hecho, el efecto de los enteógenos se caracteriza, precisamente, por la transmisión de un tipo de información que no podría llegarnos de una manera ordinaria, una información que versa sobretodo sobre la naturaleza de la mente y sus misterios. La cuestión es que al ser nuestra propia mente la que recibe estas certezas, parece algo muy lógico que sea ella la que se informe sobre si misma. Después, como fichas de dominó que van cayendo una tras otra, llegan otras fulminantes ideas sobre otras cuestiones cruciales que chocan directamente con las mantenidas por el materialismo, ideas cargadas de un sentido cósmico inaceptable según los parámetros racionales. En este caso, lo recibido no concierne a un estrato de la realidad que pueda ser comprobado o medido con instrumentos, ni siquiera es posible hablar de él ni transmitirlo de una forma completa. Así, el conocimiento que proviene de estas drogas es hermano de la poesía o la imaginación, de la experiencia de lo maravilloso, del sentimiento oceánico y primigenio ante la naturaleza, del juego y la rebeldía, del erotismo o el sueño… un conocimiento vivo, convulso, irreducible a ecuaciones y que es inseparable de la experiencia directa de la realidad previa a toda interpretación racional. El conocimiento como experiencia, ineludible pero no por ello definitivo, mediante símbolos que surgen de alguna parte de nuestro interior para una realidad que se intuye cambiante, convulsa, infinita en su misterio.

Por lo demás habría que señalar que las drogas con potencial enteogénico son un vehículo más entre otros que nos acercan a los misterios de lo real, sería un error tomarlas como un fin en si mismas. También hay que contar con la dificultad de transmitir verbalmente a otras personas el contenido o consecuencias de los estados modificados de conciencia producidos por los enteógenos. En otras culturas, donde la experiencia enteogénica ha sido codificada hasta cierto punto o incluso ha sido incorporada al discurrir de lo cotidiano, si es posible transmitir su contenido mediante símbolos más o menos establecidos. Y, aun así, es posible –y deseable- que siempre haya un margen intransmisible que no pueda adaptarse a ningún código. Sea como fuere, para nosotros la cosa es más complicada. Los resortes puestos en funcionamiento, ya de por si resbaladizos solo están presentes de una forma clara en la propia experiencia. Éstos pertenecen a un terreno más propio del conocimiento que de la acción, y son totalmente ajenos a lo que queda de nuestros mitos y tradiciones más ligados a este terreno. Pero esto no quiere decir que la intensa vivencia que inducen no proporcione un material de reflexión inmenso, además de que sus repercusiones puedan terminar implicando a infinidad de aspectos de nuestra vida cotidiana. Por lo que es posible que surja un fuerte deseo de compartir la experiencia, quizás porque pensemos que puede ser también valioso para los demás, o quizás porque no queremos que pierda peso ontológico siendo algo privado o secreto.

¿Como describir un estado modificado de conciencia sin caer en imágenes banas o grandilocuentes? ¿Cómo explicar racionalmente en qué consiste esta modificación y en qué puede ayudarnos a una gnosis efectiva y profunda? Si llegáramos a descubrir la forma perfecta de transmitir gráficamente un viaje, aun así tendríamos que rendirnos ante el hecho de que ninguna descripción puede suplir la experiencia directa. Tal y como dice un proverbio sufi: “No puede enviarse un beso por carta”. Es decir, cualquier reflexión o análisis del éxtasis enteogénico, sobretodo si se hace en un contexto cultural que se desentiende de éste, solo puede concebirse como un esbozo, una mera aproximación al límite donde comienza la vivencia, allí donde las palabras dejan de tener sentido. Pero aun así, como animales simbólicos que somos, siempre nos es necesario buscar palabras para lo innombrado. Sin embargo, ese poder que el humano encontró en el nombrar, que tal y como nos dice el mito de Adan tomó posesión del mundo natural al designar con un nombre cada planta y animal, se diluye cuando entramos en el terreno del éxtasis. Aquí el nombrar solo nos demuestra que somos nosotros los nombrados por un mundo que no comprendemos, y que nuestras herramientas lingüísticas se anulan al salir de nuestros límites normales. No obstante, pese a todo, precisamos asentar en la realidad conceptual aquello que, si bien parece escapar a todo concepto, sigue fresco en la memoria y nos exige comprensión. Pero repito, debemos aceptar que aquí las palabras solo son sombras de una realidad directa irreducible, que solo tolera, posiblemente, una descripción poética y analógica, quizás la única legítima de algo esencialmente indescriptible.

En este contexto de interesado y permanente confusionismo, es fácil prever una actitud crítica o de rechazo frente a las drogas por parte de algunos lectores. Intentaré por ello adelantarme a sus reparos, pero no por afirmar una apología de algo que es perfectamente opcional, sino porque estoy convencido de que tales prejuicios seguramente se fundamenten en bases erróneas. Sin duda, muchas de estas reticencias se deban a las consecuencias de la drogadicción en sus aspectos más escandalosos y trágicos. Sin querer entrar en un tema tan complejo, si estaría bien establecer que no todas las drogas son iguales, ni tampoco los que las usan. Por lo demás, creo que puede afirmarse que actualmente no hay un consumo inmaduro, por así decirlo, sino más bien, aparte de una gran desinformación, existe un patente seguidismo de ciertos roles que pueden hacer peligroso el hecho de tomar drogas o que refuerzan las fuerzas represivas más que esquivarlas o combatirlas. Sin acoger el pensamiento de un Aldous Huxley, que terminó cuestionando un consumo popular incontrolado pero no el de una élite intelectual o espiritual, hay que admitir que es difícil dentro una situación como la nuestra, de ilegalidad y aislamiento de la ebriedad, reivindicar o llevar a la práctica un uso libre de las drogas sin caer en posibles excesos, sectarismos, mixtificaciones y, en algunos casos, los cerrados intereses económicos de algunos sectores marginales. La cuestión sería esquivar la trampa de los tópicos lanzados tanto por apólogos como por sus oponentes. Ante todo se trata de una cuestión de libertad personal y desde esa perspectiva habría que actuar, con una actitud crítica que nos evite caer en comportamientos prediseñados que llevan a la representación de tantos roles absurdos: el rebelde sin causa, el drogata pasota, el maldito auto-destructivo, etc. Es un hecho que tanto en el pasado como en la actualidad el drogarse no conlleva automáticamente una rebelión ante el sistema, y aun es más, el aceptar ciertos simulacros puede significar una sumisión total disfrazada con los colores de una insurrección más que soportable por el poder –que incluso es tolerada por éste como una sutil forma de control-.

Seguramente el discurrir del movimiento contracultural o, más concretamente, de la subcultura que durante la década de los 60/70 se creó alrededor de drogas enteógenas como el cannabis o la LSD, arrojara más confusión que luz sobre este tema, confusión que ha llegado hasta nuestros días. En este periodo se forjaron demasiados mitos y exageraciones desde todos los puntos de vista, a favor o en contra, y se desencadenó una guerra contra el consumo cuyas consecuencias principales, aparte de una terrible represión, fueron el asentamiento de un mercado negro incontrolable, primordialmente de substancias adulteradas y peligrosas, así como el de una duradera distorsión de la comprensión del fenómeno de la ebriedad enteogénica propiciada, sobretodo, por los medios de comunicación al servicio del poder. Con esto no quiero condenar de un plumazo todo el efervescente movimiento que se vino a llamar psiquedélico y que todavía perdura de distintas formas. Que duda cabe, entre sus integrantes hubo -y hay- mucha gente seriamente empeñada en provocar el derrocamiento de un imperio que, aun hoy, nos atenaza. Al margen de sus errores, sería injusto negar que éstos fueran imprescindibles para el reencuentro masivo con una vivencia proscrita desde hacía mucho tiempo. Incluso me cuesta criticar el uso meramente lúdico al margen de una conciencia radical o rigurosa, algo en lo que desembocó muchísima gente. Sea como fuere, esta incursión colectiva e incontrolada por los parajes más recónditos de la mente sirvió para fundamentar un redescubrimiento de las drogas como vehículo de conocimiento, lo que supuso una quiebra importante en el monolítico pensamiento occidental y una liberación de energías que hasta ese momento solo se habían movido bajo la superficie de la cultura oficial.

Después de todo lo dicho creo está claro que pese a que esté convencido del gran potencial de las drogas, no por ello pretendo dar una imagen idílica de éstas. Su uso puede aportar tantos riesgos como gratificaciones, tanto en un sentido físico o mental como en lo que se refiere a llegar a una plena eficacia en la investigación que se desea efectuar. Entre otras cosas, deberemos tener en consideración la posibilidad de quedarnos prendados de aspectos colaterales y accesorios de la experiencia que pueden desviarnos del camino que nos hemos propuesto. Muchos autores expertos en estos lances, como es el caso de Henri Michaux, nos advierten de la trampa que puede suponer, por ejemplo, limitarnos a un aspecto meramente estético, a una contemplación fascinada de las visiones, pero que solo es eso, lo que nos llevaría inevitablemente a devaluar la experiencia.“Existe una banalidad del mundo visionario”, nos avisaba Micheaux.

Efectivamente, las evidentes limitaciones de acceder a los enteógenos sin el suficiente conocimiento y un ritual bien codificado, con diferencia de una cultura donde si sea tradicional el uso de estas drogas, puede suponer que nos quedemos en un primer y superficial estadio de la vivencia. En palabras de Joseph Mª Fericgla, antropólogo español que ha convivido a fondo con los Shuar del Amazonas: “Cada vez que el pensamiento se pierde en imágenes alejadas del propósito inicial que ha motivado la ingestión, hay que regresar al mismo punto orientando la atención despierta allí, y esto es lo que distinguiría al especialista o chamán del individuo normal que no puede controlar su imaginería mental”. Para nosotros, pobres occidentales, pese al fuerte interés que podamos tener, no hay motivos concretos ni “propósito inicial” para la ingesta de enteógenos, o no los hay claros en un principio. Por eso, perdernos en imágenes mentales quizás solo sea uno de nuestros problemas en este asunto, y de los más leves.

En una cultura como la referida por Fericgla, el uso y efectos de estas sustancias responden a códigos perfectamente asumidos por sus tradiciones. En nuestro caso, el deseo de romper nuestros límites suele ser precisamente lo que nos anima, por tanto representa un riesgo consabido, un consciente salto al vacío que no se sabe donde acabará. Pero eso no significa que la experimentación deba estar falta de una autodisciplina que nos obligue a dar pasos más seguros en un terreno tan posiblemente accidentado. Por lo tanto, hay que tener en consideración la creación de rituales personales, propios a nuestro carácter y peculiaridades, esto sumado a lógicas precauciones como son la correcta dosificación de la droga o la adecuada ambientación del sitio elegido para hacer el experimento, así como contar con una buena compañía. De nada sirve experimentar con drogas si con ello minamos nuestra salud o perdemos nuestra relativa libertad convirtiéndonos en el blanco de una fácil represión, ya sea en un aspecto moral, social o judicial, algo que por desgracia es más que frecuente, seguramente motivado por el falso mito de que las drogas llevan, instantáneamente y sin preámbulos ni peligros, a un paraíso de felicidad. Pero la realidad es muy diferente, al igual que en tantas otras cosas, una vez se comienza en esto descubrimos un duro camino de aprendizaje con sus inevitables riesgos y dificultades. La droga, que no tiene porque hacernos mejores o descubrirnos por fuerza la solución a nuestros problemas o del mundo, no porta valores específicos ni predispone a ningún comportamiento determinado, ya sea violento o de beatitud, tampoco anula nuestra personalidad o nos transfiere otra, a la manera de una especie de posesión. Inútil es anticiparse o esperar resultados concretos. Aunque también es verdad que las tradiciones chamánistas suelen decir que solo los puros de corazón pasan triunfantes la prueba, algo quizás a tener en cuenta…

En lo que respecta a un terreno más filosófico, un escéptico quizás nos pueda objetar que cuanto extraigamos del éxtasis es irreal, que todo es un mero artificio mental sin el más mínimo interés pues el resto del mundo permanece inalterable y al margen. Pienso que no es tan sencillo.

Aparte de que desconozcamos hasta que punto la mente participa materialmente en la creación de la realidad física que experimentamos, una cuestión que a la luz de los avances de la física más imaginativa cada vez parece más plausible, aquí entran suposiciones heredadas sobre lo que consideramos la experiencia real del mundo. De esta manera, no podemos dejar de pensar que la realidad es tal y como la sentimos normalmente y que cualquier alteración de esta normalidad sea una mera distorsión. Es decir, nuestra razón y sentidos regulan cuanto percibimos, y debido a la necesidad de sobrevivir damos por hecho y asumimos de una forma natural lo que nuestra percepción nos informa. Basamos nuestro comportamiento, nuestras ideas y decisiones, tanto en un sentido cotidiano como en cuestiones más trascendentales, en este hecho: que la realidad percibida por los sentidos, procesada además a través de infinidad de condicionamientos personales y culturales, es objetiva y definitiva, la única posible que podemos vivir; por lo cual otros aspectos de nuestra vida como los sueños, la imaginación o el trance enteogénico son tomadas como accesorias o incluso superfluas, cuando no aberrantes.

Por otro lado, solemos pensar que el mundo que vivimos cuando estamos plenamente despiertos y facultados de nuestros sentidos es el mundo en toda su completitud. Siguiendo este razonamiento un ciego vive el mundo real, pero de forma incompleta, éste está falto de la luz, por tanto discapacitado para vivir el mundo en toda su plenitud, algo que, por supuesto, no pensamos si nos comparamos a otros animales que pueden percibir un orden más amplio de sonidos u olores, para los cuales el mundo es totalmente diferente y si cabe más completo, pero nos es inimaginable un universo repleto de colores diferentes de los que vemos normalmente o donde sea posible localizar un olor desde kilómetros. Así pues, hemos terminado por identificar humanidad no solo con nuestra cualidad inteligente o nuestras características fisiológicas, sino también con las limitaciones de nuestra capacidad sensitiva. El hecho de que nuestros sentidos no sean neutros e incoloros y nos condicionen los hace ser parte inalienable de la condición humana. Pero todo esto evita la verdad: que son marcadamente limitados y no dejan de actuar como un filtro que permiten el paso a prácticamente solo aquello que sirve para nuestra supervivencia. Aunque suene paradójico, podemos decir que nuestras percepciones nos conectan al mundo a la vez que nos apartan de él: mediatizan constantemente nuestra relación con la realidad en un nivel tan básico y cotidiano que no llegamos a notarlo y aun menos cuestionarlo. Así pues, si efectivamente basamos nuestra experiencia del mundo en datos arbitrarios e incompletos, aplicados además a convicciones y condicionantes psíquicos –impuestos en su gran mayoría- o corporales de todo tipo, podríamos afirmar que la realidad cotidiana que creemos definitiva es, de por si, una ilusión, una versión entre otras posibles.

Asumo que se me podría objetar que todo esto es absurdo y contraproducente, que aunque la realidad ordinaria que percibimos esté, tal y como afirmo, condicionada por la limitación de nuestros sentidos, eso no evita que sea lo único que tengamos, es en ella donde vivimos y nos movemos, además parece funcionar a la perfección y sería una estupidez querer buscar tres pies al gato. Yo no niego esta obviedad, que por muy limitados que sean nuestros sentidos son lo único que, en principio, nos comunica con el mundo. Pero si rechazo la idea de que debamos conformarnos con esas limitaciones y no exploremos algunas pistas que nos avisan de que hay algo más, no solo en cuanto a algunos aspectos intuidos del mundo tangible que preferimos ignorar, sino también en nuestra forma de ordenar o sentir aquellos más evidentes. Solo desde una actitud de resignación e inmovilismo, o de una falta absoluta de curiosidad, podría negársenos el deseo de explorar esa sospecha de una quiebra en la realidad considerada como única y normal. En este sentido las drogas pueden aportar esa perspectiva nueva de lo real, transfigurada en un orden diferente si se quiere, pero no por ello irreal.

Así pues, las drogas introducen una forma de vivir lo real que puede en principio parecer incompatible con el mundo normal y consensuado por todos. Pero esto no es exactamente así. Es incompatible si aceptamos a rajatabla la versión oficial que se nos impone, una realidad de la que se extirpa infinidad de intuiciones y experiencias que sin embargo nos asaltan todos los días, por mucho que queramos negarlas. Aquello que vivimos bajo los efectos de una droga, como es el caso de la psilobicina, tiene también su lugar en lo real, otra cosa es que sepamos hacerle un hueco y logremos sacar algún tipo de enseñanza. Ahí nadie puede decirte como.

A.R.

Fuente: http://www.mentesdeacido.net

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Comentarios (4)

 

  1. Agustin dice:

    18 minutos de lectura? hmm los voy a contar ajaja aver que onda, parece muy interesante

  2. Igor Domsac dice:

    Excelente artículo, de gran lucidez, gracias por compartir tan profundas inquietudes. Un saludo.

  3. Xmir Broe dice:

    muy …lúcido ;)

    :):):)

    si tengo que quedarme con algo, me quedo con mucho. pero comparto aquí cuando dices

    “Drogarse es, según el parecer de una gran parte de la gente, quebrar sin justificación la realidad considerada ordinaria e introducir un elemento discordante.” …

    sembradores de kaos en el PERFECTO orden???

    :):):)

    ” Bendito sea el kaos porke es síntoma de LIBERTAD”
    Enrique Tierno Galván

  4. Elizabeth Marin dice:

    Muy bueno.lo lei. Todo pero no tome. El tiempo. Cierto,las drogas estana disposicion. De todos,pero solo los limpios de corazon,se libraran de ellas.y si el q la usa. Hablara. A los demas de sus efectos,pero los efectos varian,pues nuestros metabolosmo son diferentes.y si sus consecuencias. Son fisicosociales, y truncaran tus metas. En el futuro,las drogas causan destruccion total humana,dan terror……

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