Juli Rubia: «Pregunto todo el tiempo para tener algún día una respuesta»

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Un quechua catalán. Difunde la filosofía y la medicina indígenas, que le ayudaron a renacer tras tocar fondo.

Antes de hablar, quema un trozo de madera de palo santo y crea una cortina de humo perfumado. Es un ritual indígena de bienvenida.

–Tiene dos nombres: Juli, en catalán, y Amauta, en quichua. ¿Por qué?

–Esta misma curiosidad que tiene usted, la tengo yo hacia mí mismo. ¿Por qué me ha sucedido lo que me ha sucedido? No lo sé… En 1999 viajé a Ecuador y conocí a los quechua de Otavalo, que durante 500 años han conservado una idiosincrasia espiritual muy fuerte. Aquel mundo indígena me impactó.

–¿El qué exactamente?

–Las relaciones interpersonales, la crianza de los hijos, la relación con la naturaleza…

–¿Cómo crían a los niños?

–Cuando cumplen siete años celebran la guarita , que es una ceremonia de transmisión de valores. Se les da un animalito, un conejo o una cobaya, para que se encarguen de su crianza, alimentación y limpieza.

–Su primera gran responsabilidad.

–El niño tiene que darse cuenta de que hay cosas que dependen de él, la vida y la muerte están en sus manos. A los 14 años se les entrega la vestimenta típica de los quechua otavalos y entran en la vida social y política: se hacen corresponsables de lo que les pueda pasar a ellos mismos, pero también a la comunidad.

–¿Usted viajaba solo?

–Sí. Hice una amistad muy fuerte con la familia Cotacachi y les ayudé a crear en Barcelona la asociación Runa Pacha, para dar a conocer las culturas indígenas y llevar programas de cooperación hacia allá.

–Y se convirtió en Amauta.

–Me bautizaron como indígena con este nombre, que puede significar profesor, científico y sabio. Yo no me siento así, a veces me parece una responsabilidad que no me pertenece, pero sí me identifico con el sabio que pregunta todo el tiempo para obtener algún día una respuesta. Esto entronca con mi dèria periodística.

–¿Es periodista?

–Estuve seis años en TV-3.

–¿Lo dejó?

–Tuve una depresión muy fuerte y lo perdí casi todo. Soy muy débil, o lo era, con mis relaciones personales y tenía una predisposición para la autodestrucción. Siempre que tenía un problema, pensaba que yo era el bueno y el mundo estaba contra mí.

–Y no salía de esta espiral.

–Enfermé. Hacía dos años que había conocido a los indígenas y empezaron a darme amagos de infarto. Estuve ingresado en varios hospitales de Barcelona y Terrassa, los médicos no sabían lo que tenía, pero me dijeron que me quedaba poco de vida.

–¿Qué hizo?

–A la salida del hospital, aún con las marcas de haber estado intubado, vino a recogerme mi madre indígena: «Julio, ¿tú quieres vivir o morir? Porque si sigues así vas a morir, pero si quieres vivir hay otras opciones», me dijo. «Quiero vivir», le contesté. «Pues prepara las maletas». Y me metieron en un avión rumbo a Quito.

–¿A Quito? ¿Para qué?

–Me llevaron con Segundo Maigua, uno de los chamanes más potentes, que después fue mi maestro. Me miró y me dijo: «Tú no tienes un problema en el corazón, tú tienes un problema en la boca del estómago». Me dio ayahuasca y a la media hora sentí un dolor fortísimo que me hizo doblarme sobre mí mismo y vomitar una pelota negra, peluda, asquerosa. Inmediatamente me sentí bien.

–Si alguien le cuenta esto en su época de periodista…

–… no le hubiera creído. Existe el riesgo de banalizar esta sabiduría. Para mí, utilizar la ayahuasca para hacer excursiones psicodélicas al Montseny no tiene nada que ver con lo espiritual ni con la introspección.

–¿Por qué?

–La ayahuasca es una experiencia durísima que te enfrenta a ti mismo para que veas cómo eres en realidad. Te das cuenta de que el mal también está dentro de ti y que, aunque creas que si tienes un problema es por culpa de otros, tus acciones también tienen repercusión en los demás.

–¿Para eso hace falta un chamán?

–Un chamán no es un diosito, un sabelotodo al que vas y le dejas un saco de mierda. Chamanes somos todos.

–¿Qué quiere decir?

–Trabajo en teleasistencia, llamamos a la gente mayor que está sola para recordarle que tome su medicación. El amor con el que trabajan mis compañeros es increíble. Estoy aprendiendo el poder de curación de la palabra, aunque solo sean dos minutos por teléfono. Ayer vino una señora a traerme un ramo de flores. Vino andando, con una botella de oxígeno. ¿Quién es el chamán, yo o ella? Esta señora me está curando a mí.

GEMMA TRAMULLAS

El Periódico de Catalunya

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