Evidencias arqueologicas del primer alucinógeno

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Este valor dado a la libertad es especialmente digno de mención ya que en The Natural Mind (1972) el doctor Andrew T. Weil ha argumentado que “el deseo de alterar periódicamente la conciencia es un impulso innato, normal, análogo al hambre o al impulso sexual” (página 17). Mientras que las drogas constituyen solamente un medio para satisfacer este impulso, Weil sostiene que, no obstante, esta necesidad biológica e innata (en contraposición a la condicionada socioculturalmente) – de la psique de tener períodos de conciencia no-ordinaria es la que importa en el uso casi universal de intoxicantes por pueblos de todo el mundo, en cualquier punto de complejidad cultural, y aparentemente en todos los periodos de la historia humana. Weil puede tener razón; ciertamente establece un persuasivo caso de interrelación cultural en cuanto a que el deseo de estados temporales de conciencia alterada se encuentra enclavado en la estructura neurofisiológica del cerebro y no en el condicionamiento social. Pero aunque esta hipótesis pueda ser razonable, por el momento tiene que quedar como evidencia circunstancial. Por otra parte, la proposición de La Barre de que los primeros americanos deben haber traído su fascinación por la flora psiquedélica desde su tierra natal en Asia, como una función del chamanismo visionario y extático, ahora parece confirmada por la arqueología prehistórica (las hipótesis de La Barre y de Weil no son, por supuesto, mutuamente excluyentes).

Lo que hace particularmente interesante a esta proposición es que la evidencia concierne a uno de los pocos alucinógenos fisiológicamente nocivos (aunque no adictivos) que emplearon los indígenas americanos. Éste es el llamado “grano de mescal», que en realidad nada tiene que ver con el mezcal (un licor mexicano destilado que se produce con una variedad del agave), sino que es la semilla roja, con forma de grano, de lasop hora secundiflora, arbusto leguminoso que florea, nativo de Texas y del norte de México. Como la genista canariensis, una yerba importada de las islas Canarias en el siglo XIX, cuyas pequeñas flores amarillas ahora las fuman ritualmente los chamanes yaquis del norte de México, las semillas de la sophora secundiflora contienen un alcaloide quinolizidino altamente tóxico llamado cistina. En dosis altas, la cistina es capaz de causar náusea, convulsiones, alucinaciones, e incluso la muerte por fallas respiratorias (Schultes, l972a). A pesar de estas obvias desventajas, las ophora parece ser uno de los alucinógenos más viejos y que más tiempo han vivido en el Nuevo Mundo; al menos es el primero del cual tenemos pruebas directas y sustentadas. Históricamente, estas potentes semillas fueron el foco de un extenso complejo de sociedades medicinales, extáticas, visionarias y chamanísticas entre las tribus de las llanuras sureñas de los Estados Unidos, hasta que en las últimas décadas del siglo XIX las oph ora fue remplazada finalmente por el cacto del peyote, más benigno, y los cultos de la semilla roja fueron suplantados por la nueva religión sincretística del peyote que eventualmente adoptaron 225 mil indios, desde el Río Grande en Texas hasta las llanuras canadienses, como Iglesia Nativa Americana. La primera mención europea de la sophora secundiflora se remonta a 1539, cuando Cabeza de Vaca mencionó las semillas como un objeto de trueque entre los indios de Texas. Pero su historia puede extenderse hasta los principios mismos del asentamiento en el sudoeste de los primeros cazadores que descendían del norte. El laboratorio de radiocarbón de la Smithsonian Institution ha confirmado ahora que la alucinogénica semilla de mescal se hallaba bien integrada no sólo en la cultura preagrícola del Oeste Arcaico o Cultura del Desierto, desde sus épocas más tempranas hasta el año mil después de Cristo sino que ya era conocida y empleada por los indígenas del Paleolítico desde finales del anterior periodo de caza de los grandes animales durante el Pleistoceno, hace diez u once mil años, no mucho después del cese de la última de las inmigraciones continentales a partir de Asia (Adovasio y Fry, 1975). En última instancia, ésta es una fuerte evidencia circunstancial que favorece la hipótesis de La Barre acerca de las raíces paleolíticas del complejo alucinogénico en América. Varios depósitos de semillas de sophora, de artefactos asociados con ella y de pinturas rupestres reminiscentes de los cultos históricos del grano rojo de las Llanuras Sureñas fueron encontrados por arqueólogos en una docena o más de refugios en rocas de Texas y del norte de México, con frecuencia junto a otra especie narcótica: la ungnadia speciosa. En Frightful Cave, la primera huella de las ophora se remonta al 7265 a. c., con un margen de error de sólo 85 años en cualquier dirección.

Las semillas también fueron encontradas en estratos culturales posteriores hasta el abandono del área. En Fate Bell Shelter, en el área de la Reservación Amistad, Trans Pecos, Texas (una región rica en antiguas pinturas rupestres chamanísticas), las semillas narcóticas de sophora secundiflora y deung nad ia speciosa fueron encontradas en todos los niveles desde 7000 años a. c. hasta el año 1000 d. c., cuando la Cultura del Desierto finalmente dio paso a una nueva manera de vivir basada en la agricultura del maíz. Sin embargo, las fechas de radiocarbón del Bonfire Shelter fueron de un enorme interés. Este bien estudiado refugio de rocas dio semillas de sophora desde su estrato ocupacional más bajo, conocido como la Cama de Huesos II, que se remonta del 8440 al 8120 a. c., o, bien, hasta la era de caza de grandes animales al final del Pleistoceno. En realidad, las semillas alucinogénicas fueron halladas junto a puntas de proyectiles tipo Folsom y Plainview y con huesos de enormes y extintas especies del bisonte del Pleistoceno, bison antiquus. Es ciertamente notable que, en apariencia, un solo alucinógeno, la semilla de sophora, haya disfrutado de un reino ininterrumpido de más de diez mil años (desde el noveno milenio a.c. hasta bien adentrado el siglo XIX en que se desintegró la cultura indígena tradicional) operando como foco del chamanismo-extático-visionario y que sólo unos pocos siglos de ese enorme lapso de tiempo conozcamos como la Cultura del Desierto del Sudeste de la América del Norte dentro de un contexto de adaptación ecológica bien documentada, conservadora y evidentemente homogénea y altamente exitosa. Todo esto es más extraordinario en cuanto que de todos los muchos alucinógenos nativos sólo el género datura (“yerba del diablo” o totloache) ofrece un riesgo tan altamente fisiológico como la sophora secundiflora. Claramente, los beneficios individuales, sociales y sobrenaturales atribuidos a la droga deben haber sobrepasado a sus desventajas.

Los alucinógenos y la cultura, Peter T. Furst

La importancia de las drogas alucinógenas ha ido revelándose como un factor sin el cual muchas concepciones y prácticas quedarían insuficientemente explicadas. Los antropólogos han tenido que recurrir cada vez con mayor necesidad y curiosidad a la consulta de otras disciplinas: la botánica, la química, la medicina, la psicología, para contar con instrumentos que les permitan entender el papel de los alucinógenos en la configuración de un patrón cultural.

La obra de Peter T. Furst se sitúa en el terreno de las labores propiamente interdisciplinares, y significa un esfuerzo metódico por organizar los conocimientos que, en relación con los alucinógenos, puedan ayudar a descifrar la importancia de esas drogas en varios planos de la vida de los indígenas americanos: el nivel simbólico, el universo ritual, las mitologías, las cosmogonías y el arte.

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