Tintín y los estados alterados de consciencia

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Sueños, visiones, espejismos, filtros, sociedades secretas de traficantes, fumaderos de opio, sueros de la verdad, pociones narcóticas, drogas que enloquecen, alucinaciones… sin olvidar las continuas referencias al alcohol y sus efectos, la presencia de la ebriedad, lo extraordinario y los estados modificados de consciencia es realmente insólita en unas historietas dirigidas principalmente a un público infantil[1]. El universo creado por Georges Remi –más conocido como Hergé– ha fascinado a generaciones enteras de niños, adolescentes y adultos de todo el mundo, y es indudable que esta faceta fantástica ha tenido un gran peso en el éxito de la obra del autor belga. Con el presente  artículo, dividido en dos entregas, rindo mi particular homenaje a Hergé en el centésimo aniversario de su nacimiento.

Drogas, pociones y elixires

Mis primeras nociones sobre el mundo de “la” droga –y las de miles de chavales como el que yo era a principios de los setenta– tienen su origen en los álbumes de Tintín. Es de suponer que Hergé, siempre atento a la actualidad, fuera influenciado por la propaganda sobre el incipiente tráfico de drogas, y de ahí que se hiciera eco de este fenómeno en algunos de sus trabajos. Son tres los álbumes en los que Tintín se enfrenta a organizaciones criminales dedicadas a la promoción con ánimo de lucro del vicio nefando de la drogadicción.

En Los Cigarros del Faraón (1932)[2], el héroe del tupé y los bombachos es acusado de tráfico de cocaína y heroína –acusación que se repetiría en la primera versión de Tintín en el País del Oro Negro (1940)– por unos improbables agentes antinarcóticos llamados Hernández y Fernández. A partir de ahí, toda la aventura está centrada en el desmantelamiento de la siniestra organización Kih Oskh que, comandada por el Moriarty particular de Tintín –el “genio del mal” Rastapopoulos–, camufla el opio dentro de cigarros puros. Cabe destacar que esta sociedad secreta de traficantes está formada por respetabilísimos ciudadanos (el banquero Mr. Snowball y señora, el reverendo Peacock, un coronel británico, etc.), dato que no tiene nada de fantasioso en un mundo –el nuestro– donde bancos, políticos y ciudadanos por encima de toda sospecha son los principales beneficiarios del narcotráfico. En esta misma historia, Tintín –paradigma de la sobriedad– cae involuntariamente bajo los efectos de una droga, probablemente opio, que le sume en un ensueño de tintes egipcios que habría hecho las delicias de Aleister Crowley; en estas viñetas, Hergé muestra por vez primera su indiscutible maestría en la descripción de los mundos oníricos.

Si bien El Loto Azul (1934) tiene como argumento principal la búsqueda de un antídoto para el radjaïdjah –sustancia enloquecedora que hace su primera aparición en la anterior aventura–, el tráfico de opio sigue desempeñando un papel importante. Esta vez es Mitsuhirato, un agente japonés que redondea su sueldo trabajando para Rastapopoulos, quien inunda el mundo, y especialmente China, con esta “droga mortal”. Como es lógico, Tintín terminará con el negocio ayudado por otra sociedad secreta –esta vez “buena” – llamada “Los Hijos del Dragón”, lo que da pie a Hergé para ilustrar con exquisito detalle el fumadero de opio que da nombre a la historia.

El fumadero bautizado como El Loto Azul se parece poco a los antros -opium dens- descritos por las publicaciones sensacionalistas de la época, y se nos muestra como un local limpio y lujosamente decorado donde clientes tan distinguidos como el embajador de Poldavia disfrutan de sus ensueños opiáceos sin meterse con nadie. El propio Tintín, convenientemente disfrazado de chino en su primera visita al establecimiento, finge que fuma de una pipa –aunque digo yo que seguro que le da alguna caladilla para despistar- bajo un cartel que reza “Buenos augurios”. Otros lemas que figuran en los carteles del fumadero (siempre en caracteres chinos) son: “Que la prosperidad y la longevidad sean contigo”, “La felicidad consiste en hacer lo que a uno le gusta” y “En un camino ascendente, cuanto más subes, más deseas subir hasta lo más alto” (una clara advertencia contra el excesivo gusto por el opio, o reducción de daños avant la lettre).

La última de las aventuras donde Tintín se enfrenta a esta lacra del siglo XX y parte del XXI es El Cangrejo de las Pinzas de Oro (1941) pero, quitando el diseño de las latas de cangrejo donde se esconde el opio (un icono tan sugestivo como el signo de Kih-Oskh) y el hecho de que el jefe de los narcos sea el aparentemente honorable Omar Ben Salaad, es poco lo que se puede decir de una historia donde el alcoholismo del capitán Haddock –en su primera aparición en la serie– ocupa buena parte de la trama. Pero del alcohol, que desempeña un papel fundamental en el universo tintiniano, nos ocuparemos más adelante, así que no adelantemos acontecimientos.

Si Hergé dejó escapar la oportunidad de reflejar el uso de ayahuasca por parte de las tribus amazónicas en La Oreja Rota (1935), no ocurrió lo mismo con la droga sagrada de los incas en la segunda incursión sudamericana de Tintín. En Las Siete Bolas de Cristal (1943), los siete científicos de la expedición Sanders-Hardmuth van cayendo uno tras otro en un letargo producido por un “líquido sagrado” elaborado a partir de hojas de coca, misterio que nos es revelado en la segunda parte de la historia. También el profesor Tornasol es narcotizado antes de sufrir un secuestro mediante un preparado a base de coca, lo que nos lleva a cuestionar los conocimientos farmacológicos de Hergé o la pertinencia de utilizar el término “narcótico” para una droga que te pone como una moto. De hecho hay referencias a la coca  más amables y ajustadas a la realidad en la siguiente aventura. En la versión publicada por entregas de “El Templo del Sol” (1946), el capitán Haddock se ve obligado a pasar –sólo momentáneamente– del Loch Lomond (su whisky favorito) y masca las hojas de coca que le ofrece Zorrino para superar el mal de altura, cosa que consigue con creces. Este episodio desaparecería en la versión final del álbum y de ahí que sea poco conocido.

El cloroformo, el óxido nitroso y el éter se usaron ampliamente como drogas recreativas –sin olvidar su uso médico como anestésicos– a partir de la segunda mitad del siglo XIX, e incluso el último de ellos se usa todavía hoy con cierta frecuencia en zonas de Sudamérica bajo el nombre de “lanzaperfume”. Sin embargo, la aparición del cloroformo en las historias de Tintín no tiene nada que ver con lo lúdico ni con la medicina, sino que es uno de los métodos favoritos de los malos para narcotizar a todo quisque y muy especialmente a nuestro héroe, que queda inconsciente bajo sus efectos en La Isla Negra  (1938) y El Secreto del Unicornio (1942).

Una vez cubierto el tema de las drogas, aún nos quedan algunas sustancias alteradoras de la consciencia, todas ellas ficticias, en el universo tintiniano.

Comencemos por la droga enloquecedora (que no “veneno”, pues los venenos se usan para matar) llamada radjaïdjah. Las referencias a la locura en los álbumes de Tintín son muy abundantes, pero es enLos Cigarros del Faraón y en su secuela El Loto Azul donde la enfermedad mental ocupa un lugar privilegiado gracias a esta arma secreta de los traficantes de opio bajo el mando de Rastapopoulos. El radjaïdjahno produce esquizofrenia ni paranoia –como algunos se empeñan en adjudicar al cannabis–, sino un delirio tirando a jovial y disparatado, aunque no exento de peligros para terceros. Así, cuando el egiptólogo Filemón Ciclón cae bajo sus efectos, intenta asesinar a Tintín, mientras que Didi, miembro de los Hijos del Dragón, parece obsesionado con ayudar a todo el mundo –incluidos sus propios padres– a encontrar “el Camino” del que hablaba Lao Tsé mediante el expeditivo método de la decapitación. El intrépido reportero que nunca escribe está a punto de sumergirse en los abismos de la demencia cuando cae en las garras del infame Mitsuhirato, pero se salva gracias a que uno de sus aliados cambia oportunamente el radjaïdjah por agua del grifo. Finalmente todo termina bien cuando ese reflejo invertido de Albert Hofmann que es el profesor Fan Se-Yeng encuentra un antídoto para el veneno-que-vuelve-loco.

La búsqueda de un suero de la verdad infalible estuvo en el origen del proyecto estadounidense MK-ULTRA, y este tipo de sustancia es el McGuffin en torno al que gira Vuelo 714 Para Sidney (1968). Una vez más es Rastapopoulos el desencadenante de la aventura, cuando secuestra al multimillonario Carreidas para que le proporcione el número secreto de la cuenta suiza que -en su ingenuidad- confía en que le hará inmensamente rico. El suero, elaborado por el ex nazi ,doctor Krollspell, provoca ataques de incontenible sinceridad en aquellos a quienes se les inyecta pero es totalmente inservible para los propósitos del enemigo eterno de Tintín. Carreidas y Rastapopoulos –este último drogado accidentalmente por Krollspell- se enzarzan en una discusión sobre quién de los dos es el peor (al estilo de la competición de Pink Flamingos, de John Waters), discusión que queda en tablas. Habría que destacar que, dados los efectos del suero, éste se parece más al MDMA que al LSD, aunque es dudoso que sirva para bailar.

Y esto es todo lo que, salvo error u omisión, se puede decir sobre drogas ilegales, pociones y elixires en las aventuras de Tintín. En la segunda parte del artículo abordaremos las drogas legales (con especial hincapié en el alcohol), los sueños y las visiones.

Segunda parte:

Alcohol, sueños y visiones

Con la aparición del capitán Haddock en El Cangrejo de las pinzas de Oro, las aventuras de Tintín se enriquecen al introducir un personaje que complementa con sus rasgos decididamente dionisíacos al excesivamente apolíneo reportero. Es bien sabido que Dioniso era el dios del vino y la embriaguez, pero los mitos griegos son polivalentes y también lo era de la locura o el teatro, atributos sobradamente representados en las furiosas invectivas del marino, en su mímica y su lenguaje corporal o en el carácter cómico de sus caídas, tropezones y traspiés. Pero hablamos del alcohol como un rasgo consustancial al personaje de Haddock, hasta el punto de que, en su aventura de presentación, nada menos que el 27 por ciento de las viñetas1 tiene relación directa con esta droga.

La trayectoria de Haddock como bebedor es realmente extraña, y tiene poco que ver con la teoría de la escalada, la pendiente resbaladiza (slippery slope) y demás beaterías puritanas. Archibaldo irrumpe en el universo tintiniano como un despojo, el paradigma del alcohólico terminal que pone en riesgo su vida y la de los que le rodean, capaz de vender a su madre por una copa y de arremeter contra toda una tribu de tuaregs por haberle roto una botella –la última botella– de un disparo. Tras la travesía del desierto (que para Haddock es doblemente “El país de la sed”) se produce la rehabilitación, aunque no en el sentido de la abstinencia, sino en el de una incuestionable debilidad por el trago, sin tintes dramáticos pero alejada de cualquier moderación. No faltan los indocumentados –por lo general tintinófobos– que atribuyen a Hergé un ánimo moralizante en su tratamiento del alcohol, pero está claro que carecen de la menor base y que es su prejuiciosa ignorancia la que les lleva a cometer este tipo de errores. Ya en la siguiente aventura, La Estrella Misteriosa, Haddock aparece como presidente de la Liga de Marinos Antialcohólicos, pero da pie a un gag excepcional cuando los tripulantes del Aurora, en presencia de unos miembros de la asociación que han acudido al puerto a despedirle, le preguntan dónde quiere que pongan la carga: una enorme cantidad de cajas de whisky. En episodios sucesivos y cuando los avatares del guión hagan necesario emprender algún viaje, gran parte del equipaje de Haddock estará formado por botellas de whisky.

A partir de ese momento, y hasta la abstinencia forzosa provocada por un diabólico invento del profesor Tornasol en Tintín y los Pícaros, el alcohol será el segundo compañero más fiel de Haddock –el primero sería Tintín, por supuesto–, unas veces como desencadenante de situaciones cómicas y otras como tónico imprescindible para escalar una escarpada montaña o para poner en fuga a un grupo de enemigos. En ciertas ocasiones (Aterrizaje en la Luna), el viejo lobo de mar creará situaciones de peligro a causa de sus excesos etílicos, pero nunca con la gravedad de las que figuran su primera aparición. Nada es más placentero para Haddock que una o varias botellas de Loch Lomond3, pero el capitán no hará ascos durante sus expediciones a otras bebidas espirituosas como el ron (de gran tradición marinera), el pisco, el aguardiente o el coñac. Por contra, Haddock se suele resistir como gato panza arriba a viajar a Sildavia, donde todo el mundo se empeña en que beba agua mineral (la bebida típica del país).

Si Haddock es un entusiasta partidario del bebercio, Milú no le va a la zaga. De hecho, la primera aparición del Loch Lomondcorresponde a La Isla Negra, cuando el capitán aún no ha hecho su entrada en la serie. El fox terrier parlanchín no desaprovecha ninguna ocasión para ponerse pedo y casi siempre termina viendo doble pero, aun siendo un animal irracional, llega a experimentar los dilemas de la buena y la mala conciencia, como cuando en Tintín en el Tíbet se le aparecen su yo angélico y su yo diabólico al tener que elegir entre el placer y el deber. Curiosamente, y también por la bebida, en El Cangrejo de las pinzas de Oro Haddock escucha la voz de su ángel de la guarda que, como no podía ser menos, derrota al demonio del alcohol.

Circula la leyenda de que Tintín es abstemio pero, aparte de una afirmación suya en El Cangrejo de las pinzas de Oro y algún que otro episodio donde rechaza una bebida, la actitud de Tintín hacia el alcohol es, esta vez sí, la de un bebedor moderado –con algunas excepciones que abordaremos de inmediato. Son numerosas las ocasiones en que nuestro héroe se muestra bebiendo socialmente, si bien y a diferencia de Haddock, se inclina generalmente por bebidas de baja graduación, como el vino y la cerveza. Así, en La Estrella Misteriosa acepta la invitación de Hernández y Fernández en una brasserie, pide una pinta en un pub en La Isla Negra, nunca se niega a la copita que le ofrece Oliveira Da Figueira en sus encuentros o acompaña su comida en un restaurante típico de Klow (Sildavia) con una botella de Szprädj, un vino tinto local. Lejos de su imagen impoluta de boy scout, Tintín no duda en utilizar el alcohol para sonsacar a los malos (La Oreja Rota, El Asunto Tornasol) o para chantajear al capitán cuando éste no muestra el suficiente entusiasmo en alguna misión (La Estrella Misteriosa, Tintín en el Tíbet). En cuanto a las curdas, son tres los álbumes en donde el puer aeternus pierde el oremus, empezando por Tintín en el País de los Soviets (con Milú como compañero de juerga), siguiendo con La Oreja Rota (poco antes de que le lleven ante un pelotón de fusilamiento) y terminando con en El Cangrejo de las pinzas de Oro (única vez en la que se ve a Haddock y Tintín borrachos como cubas y entonando cantos regionales en una misma viñeta). Quitando la primera, la otras dos son justificables, la una por lo excepcional y la otra por lo accidental de las circunstancias, ya que ni siquiera llegan a beber, sino tan sólo a aspirar los vapores del vino guardado en una bodega.

En la primera parte de este artículo (ver número anterior de Cáñamo) hacía referencia a los ensueños opiáceos de Tintín en Los Cigarros del Faraón, pero son muchas más las ocasiones en que lo onírico irrumpe en las viñetas de Hergé. En álbumes como La Estrella Misteriosa, muy especialmente en la introducción y algo menos en la conclusión de la aventura, la atmósfera de pesadilla es casi palpable: el profesor Calys, el profeta Philippulus anunciando el fin del mundo, el calor asfixiante que funde el asfalto, las ratas que corren en grupo por las calles, las arañas que aparecen al principio y al final, la enorme seta con los colores invertidos de la Amanita Muscaria, las extrañas propiedades del calisteno… no es en absoluto casual que el álbum fuera el primero que se creó bajo la ocupación nazi de Bélgica. Algunos personajes y situaciones nos remiten a obras como El Gabinete del Doctor Caligari, de Fritz Lang, donde la ominosa sombra del nazismo se proyectaba de forma metafórica. A este período histórico corresponde también uno de los momentos cumbre de toda la obra de Hergé, que encontramos en Las Siete Bolas de Cristal. Se trata de una pesadilla, compartida por Tintín, Haddock y Tornasol, en la que la momia de Rascar Capac entra por la ventana y arroja una de estas mefíticas bolas de cristal en la habitación donde duerme el reportero. Nadie que haya leído el álbum durante su infancia olvidará jamás el descarnado rostro de la momia ni sus cuencas vacías. Damien Dogmael apunta en Tintín et les psychotropes que todos los sueños de Tintín (seis en toda la serie) tienen que ver con la muerte o con la amenaza de muerte. Por el contrario, los sueños de Haddock son mucho más prosaicos y casi de manual freudiano, como cuando el capitán, desnudo y sonrojado en medio de un público de loros que le miran con reprobación indisimulada, asiste a una actuación de la Castafiore transmutada a su vez en loro en Las Joyas de la Castafiore.Una pesadilla recurrente de Hergé fue el desencadenante de Tintín en el Tíbet, álbum-exorcismo que permitió al autor belga librarse de los fantasmas de la culpa y de su obsesión por la pureza, producto de su rígida educación católica (contra la opinión de su psicoanalista, que le aconsejó abandonar la obra), y es un sueño premonitorio de Tintín, precisamente, el motor de arranque de esta aventura, donde el empeño por viajar al Tíbet para rescatar a Tchang hace que Tintín parezca menos cuerdo que nunca.

Esta relación quedaría incompleta sin una referencia a los espejismos que, lógicamente, sólo se dan en las aventuras que transcurren en el desierto. Así, y a medio camino entre el espejismo y el delirium tremens, Haddock toma a Tintín por una botella de champán y está a punto de estrangularle en El Cangrejo de las pinzas de Oro, mientras que los inseparables Hernández y Fernández confunden continuamente los espejismos con la realidad y viceversa en El País del Oro Negro.

A modo de resumen y al hilo de lo anterior, puede que los tintinófilos, cegados por nuestro entusiasmo, veamos en las aventuras de Tintín mucho más de lo que hay en realidad, pero también es muy probable que los verdaderos ilusos sean quienes consideran que los veintitrés álbumes de la serie no son más que tebeos para niños. ¿Quién ve la realidad y quién el espejismo? La respuesta está en las historias de Tintín para quien sepa buscarlas.

Alejo Alberdi Guibert, (periodista, miembro del colectivo Interzona-Energy Control)

Origen: http://perso.wanadoo.es/jcuso/index.htm

NOTAS

1 Numa Sadoul –probablemente el rey de los tintinólogos– se ocupaba de algunos de estos temas en un artículo titulado “Los fenómenos paranormales” publicado en 1971 en Les Cahiers de la bande Dessinnée.

2 Las fechas corresponden a la publicación de las historietas por entregas.

3 Hergé inventó el nombre de esta marca de whisky sin saber que existía realmente

Fuentes y bibliografía:

Tintin et les psychotropes, http://www.dogmael.com/tintin/

Tintín y los venenos, http://quiro.uab.es/tox/WTIN/TIN.htm

Tintín y el Mundo de Hergé, Benoît Peeters – Editorial Juventud (1990)

Tintin the Complete Companion, Michael Farr – Éditions Moulinsart (2001)

Conversaciones con Hergé, Numa Sadoul – Editorial Juventud (1983)

Hergé et la folie ou Tintin et les medecins, par Jean Hubinon, http://www.objectiftintin.com/whatsnew_Tintin_676.lasso

Tintín.El sueño y la realidad, Michael Farr – Editorial Zendrera. (2002)

Conversaciones con Hergé, Numa Sadoul – Editorial Juventud (1983)

Hergé, Pierre Assouline – Ediciones Destino (1997)

Tintín vive. Cien años del nacimiento de Hergé, La Vanguardia, Grandes temas 03. Abril de 2007

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